Después de años corriendo al alba y durante el crepúsculo, todavía sigo sin tener claro con qué momento quedarme. Por la mañana los pájaros comienzan a cantar un rato antes de que el cielo empiece a iluminarse débilmente. Luego, una luz blanca permite diferenciar poco a poco los detalles del paisaje. Y al final los primeros rayos del sol pintan el campo de color naranja.
Al anochecer, el proceso se invierte. Aunque predominan otros colores, más rojizos y azulados. Y si encima el cielo está nublado, el espectáculo es glorioso.
Son dos momentos en los que podría estar corriendo sin parar, deseando que el tiempo se detuviera. Quizás debería viajar alguna vez al norte para probar esas salidas y puestas de sol interminables de los países nórdicos.
Un amanecer o un anochecer en el campo son realmente mágicos. Siempre pienso que si estos dos momentos no ocurrieran todos los días y en todas partes, los convertiríamos en el gran evento de nuestras vidas. Y sin embargo, la belleza no tiene por qué ser sinónimo sólo de lo insólito.
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