jueves, 29 de noviembre de 2012

Comer corriendo


Haced lo que os digo y no lo que hago (que a veces soy idiota perdido): antes de correr, comed. No un cochinillo asado con fabada. Pero si lo suficiente para que el cuerpo vaya tirando de ese combustible y no tenga que recurrir únicamente a las lorcillas de la barriga. Correr sin comer es sinónimo de pájara segura. Lo digo por experiencias. Si, en plural (ya he dicho que soy idiota).

Eso antes de correr. Pero durante la carrera, lo que como o no depende del tiempo que esté trotando por esos montes de Dios. 

En general, no suelo llevar nada cuando salgo a correr menos de dos horas. O como mucho pillo una barrita de chocolate o un puñado de dátiles. Sin embargo, cuando la cosa va para rato me lo planteo como una verdadera excursión: con comida de verdad.

Luego, corriendo, suelo ir alternando cosas dulces y saladas según me las pide el cuerpo. O la gula, que también vale. Si cada cual corre como quiere, en lo de la comida los gustos no sólo cambian entre las personas, sino que lo hacen incluso de un día a otro. Pero, en general, estos son los alimentos que prefiero llevar en carreras largas:


Sándwich: en mi caso, de pan de hogaza tostado con tomate, lechuga, pavo y queso. Cortados y envueltos por separado en papel film.

Burritos: tortillas de maíz o trigo con tomate, maíz, pollo... Ojo con pasarse con el relleno, que gotea y pringa.

Fruta: no es cosa de correr con un melón debajo del brazo, pero los plátanos son muy socorridos.

Bizcochos All-Bran Fruta & Fibra: los prefiero a las típicas barritas energéticas porque son más blandos y no están tan resecos. He visto por ahí que hay otras marcas similares, pero todavía no los he probado.

Barritas de chocolate: no me refiero a las de muesli reseco, que no hay quien las pase por la garganta. Son las del tipo Mars, Twix o Snickers. Fáciles de encontrar en cualquier parte y muy socorridas para animar al cuerpo.

Dátiles: a veces llevo un buen puñado. Lo bueno de los dátiles es que son baratos y los hay todo el año, pero dependiendo de la época también he llevado orejones, higos secos…

Conguitos: o similares. Estos son una excusa para ponerme gocho. Hay quien prefiere gominolas.

Barritas energéticas caseras: solía hacerlas mezclando en la picadora higos secos, nueces, dátiles, miel y gofio (el famoso pinole tarahumara en versión canaria). Se pueden añadir más cosas o menos, según el gusto y el momento, aunque el coco rallado no es buena idea porque no aguanta mucho antes de ponerse rancio. Luego se enrolla la masa, se corta en trocitos y se envuelven por separado.

Mazapan: déjate de geles con sabor mocachino o lima-limón. Las figuritas envueltas en sus bolsitas individuales son perfectas. Lo mismo que el turrón. No tienen electrolitos, pero saben a Navidad.

Obviamente, no llevo todo a la vez. O necesitaría una carretilla para trasportarlo todo a la ida, y para trasportarme a mí a la vuelta.

Otra cosa que creo que es práctica: siempre que como, bebo unos sorbos de agua para ayudar al estómago a digerir. Y no dejo ningún papel ni plástico tirados por el campo. Todo lo que va, vuelve. Menos el resuello.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Libro: Adharanand Finn - Running with the Kenyans


En los veinte últimos años, los corredores keniatas han copado los primeros puestos de las carreras de fondo (junto con algunos etíopes). No es sólo que haya habido un puñado de atletas excepcionales. Es que, como dice el autor de este libro, si llamas por error en Kenia al teléfono de un desconocido, es muy probable que tenga un tiempo de maratón de poco más de dos horas.

Para descubrir el secreto de estos corredores, Adharanand Finn se va a vivir con su familia durante un año a Iten, un pueblo del valle del Rift donde están las mejores escuelas de atletismo del mundo. En ellas, miles de corredores locales se entrenan cada día. Y en el libro nos va contando cómo viven, cómo corren y con qué sueñan.

¿Y el secreto? Una mezcla de entrenamiento intensivo, alimentación sana, descanso… Y pobreza. No de morirse de hambre. Pero si como para que ganar el primer premio de un maratón en una ciudad occidental les resuelva la vida a ellos y a sus familias para siempre.

En definitiva, un libro muy interesante y ameno... y después de leerlo dan ganas de irse a pasar una temporada  a Iten.


Argumento
Realmente se resume en el subtítulo del libro: pasión, aventuras y secretos del pueblo más rápido de la Tierra.

martes, 27 de noviembre de 2012

Lesiones

A veces parece como si el cuerpo nos pidiera vacaciones. Justo cuando ya casi tengo la pierna bien del todo y me puedo soltar la melena (en sentido figurado, en el literal es imposible), me viene un virus de narices (este sí, tanto en sentido figurado como literal).

Con la garganta escocida y el cuerpo apaleado, no me siento ni para montar en bici. Alguna vez he corrido con síntomas de gripe y he terminado casi llorando. Y renqueando de mala manera. Así que esta vez lo voy a dejar por unos días más.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Agua, comida y sal


Todos los que practicamos deporte durante tiempos prolongados hemos sufrido “pájaras” alguna vez que otra. Para los que no las han sufrido, la sensación es la de ser uno de los conejitos que no llevaban pilas duracel. En un momento dado nos quedamos literalmente sin fuerzas. 

Es muy típico de las etapas de montaña en las grandes vueltas ciclistas. Estás viendo por la televisión a un corredor subiendo uno de los últimos puertos con ritmo ligero y, de pronto, a la vuelta de una curva se queda clavado. Tal cual. No tiene fuerzas ni para bajarse de la bici. Y llega de forma tan repentina que parece un chiste. Perico lo llama “el tío del mazo”.

Lo verdaderamente malo es que, si el esfuerzo continúa, aparecen otros síntomas más fastidiosos: pérdidas de visión, mareos, náuseas… Este es el territorio de las carreras de larga distancia.

Una de las primeras veces que me dio una pájara fue subiendo en bici un puerto del Cantábrico. La solución en ese momento fue doble. Lo primero que hice fue echarme una siestecilla al borde de la carretera. Lo segundo, arrastrarme hasta el siguiente pueblo y meterme en el cuerpo un cocido montañés. Funcionó.

Pero cuando llevas corriendo por el monte unas horas y te da la pájara, no siempre te puedes parar ni encuentras un bar a la vuelta de la esquina. Hay que seguir p’alante como sea. Y es que, aunque ayude la experiencia, no es fácil evitarlas (los ciclistas de la tele sirven de ejemplo).

Según la nutricionista Sunny Blende, el problema en una carrera de larga distancia es que al recargarnos de energía nos movemos por una línea muy fina y resbaladiza. Si no bebemos y comemos lo suficiente, el cuerpo se queda sin energía. Pero si comemos demasiado, el cuerpo utiliza la energía que necesitamos para correr en metabolizar las calorías sobrantes, dejándonos las piernas de plomo.

Los tres errores más habituales que nos llevan a arrastrarnos con la lengua fuera por esos caminos de Dios son: la bebida, la comida y las sales. En pocas palabras, hay que tomar líquidos, alimentos y sales de forma constante a lo largo de la carrera. Y según Sunny, “empezando pronto y no dejar de hacerlo en ningún momento”. Eso sí, con muchas horas de práctica para aprender a escuchar a nuestro cuerpo.

Las numerosas pájaras por las que he pasado, dejan claro lo sordo que estoy en eso de escuchar al cuerpo. Pero al menos algo he aprendido:

Bebida:
Es el elemento que más depende de las condiciones de carrera. La pérdida de agua de nuestro cuerpo no tiene nada que ver un día de agosto o uno de diciembre. En cualquier caso, lo recomendable es beber siempre un par de sorbos cada 20-30 minutos (yo en verano incluyo cada hora una botella de agua de medio litro de una sentada).

Y si la carrera es realmente larga, lo mejor es combinar bebidas isotónicas con agua. En mi caso, después de dos o tres horas ya estoy harto de su sabor entre salado y dulzón, por lo que suelo llevar siempre una botella de agua sola para desengrasar de vez en cuando.

Comida:
Mis peores pájaras las he tenido por salir a correr muchas horas con el estómago relativamente vacío. Comer durante la carrera es fundamental, pero más importante si cabe es llevar el depósito de gasolina bien lleno de salida. Luego le iremos echando cosas por el camino (lo mejor es hacerlo siempre poco a poco y antes de que el cuerpo se agote).

Hace poco leí en el libro de Adharanand Finn Running with the Kenyans que los keniatas no toman nada antes de sus sesiones de entrenamiento matutinas (y sólo un té después). Pero hay que tener en cuenta dos cosas: son atletas de élite y son velocistas. Si, ya sé que corren la maratón. Pero lo hacen a ritmo de velocista. Sus carreras duran poco más de dos horas. Cuando yo corro sólo una hora y media o dos, muchas veces no llevo ni agua. La comida sólo es un factor fundamental en carreras largas.

Sal:
Con la comida y las bebidas isotónicas suele ser suficiente para compensar las pérdidas de sales. Hay quién recomienda llevar complementos o incluso sal de roca. Pero creo que con meter unas galletas saladas (o similares) en la mochila ya vamos bien servidos.


El asunto de qué alimentos prefiero y de las marcas de bebidas isotónicas que llevo en la mochila lo dejaré para más adelante.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Via del tren

Un día nublado pero sin frío. En principio la temperatura era perfecta para correr. Pero la pierna me sigue diciendo que tenga cuidado. Igual que el otro día.

He salido con la idea de correr una hora y media, pero una vez más me he tenido que dar la vuelta antes de tiempo por un aviso del tendón. Para cambiar de ambiente, y por probar, he dejado la horizontalidad del canal de agua y he cogido durante un rato, pasito a pasito, el camino de Santiago (que recuerdos me traen las flechas amarillas).

El caso es que al final me he recuperado de las molestias y he podido hasta trotar un poco. Parece que, cuando se calientan bien las piernas, ya no molesta tanto. Veremos que tal va la cosa mañana. Si no noto nada trataré de correr un poco más el domingo al alba, que ya va siendo hora de hacer honor al nombre del blog.

10,83 Km (6,73 millas)
75 m
1h 2 min (10,48 km/h)

jueves, 22 de noviembre de 2012

Libro: Run Like Hell (Matt Beardshall)


Los retos de una vida contados de una forma sencilla y sincera. Retos deportivos, con carreras, entrenamientos y problemas logísticos. Y retos vitales, como la enfermedad de su mujer. Un libro que nos muestra cómo nuestra vida es, en ocasiones, una carrera de larga distancia. Un libro honesto que merece la pena ser leído.


Argumento
Después de haberse convertido oficialmente en un ultra al atravesar Inglaterra de costa a costa, Matt Beardshall sigue soñando con nuevos retos. En esta ocasión su objetivo serán los páramos de  Yorkshire y la maratón de Nueva York. Pero por en medio deberá ayudar a su mujer en una carrera mucho más difícil contra el cáncer.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Via del tren

17 días no hacen un mes ni siquiera en febrero. La semana pasada ya me arriesgué a ver cómo estaba el tendón de mi pierna derecha y no funcionó. Pero como yo soy de los que tropieza con la misma piedra cuantas veces haga falta, he vuelto a probar suerte.

El día no es que invitara a salir a dar una vuelta, lo obligaba a punta de pistola. Después de unos días de lluvias, el sol de otoño hacía brillar la hierba y las hojas amarillas y naranjas de los árboles. Además, soplaba una ligera brisa que realmente se agradecía.

He vuelto a probar en mi campo de juegos particular: el camino que sigue la vía del tren y el canal de agua. Un recorrido prácticamente llano. El único que conozco por los alrededores. Lo hice la primera vez intrigado por ver qué tal se me daba correr fuera de mis habituales rutas rompepiernas. Ahora lo uso casi exclusivamente para recuperarme de lesiones varias o como alternativa rápida en mi vuelta a casa los viernes a mediodía.

He corrido con mucho cuidado, muy lento y disfrutando de la sensación de volver a estar al aire libre. A mitad de camino, un ligero saludo del tendón de las narices me ha decidido a dar la vuelta para evitar males mayores. La idea original era hacer el recorrido corto de 14 kilómetros, pero no estaba la cosa para hacer el tonto. La vuelta la he hecho a ritmo de Chiquito, con momentos en los que iba tan lento que parecía ir hacia atrás.

Al final he llegado bien y con la pierna no demasiado temperamental. Creo que volveré a probar el miércoles.

7,71 Km (4,79 millas)
20 m
47 min (9,84 km/h)

Copper Canyon Ultra Marathon - ¿Otra vez esos tipos? (2ª parte)



La carrera empezó cinco días más tarde a las ocho de la mañana. Nada más darse la salida confirmé lo que había sospechado desde que los indios aparecieron de la nada en el camino del río. Los tipos con los que corrí en los Angeles Crest 100 eran el equipo B de los tarahumara. Tres de ellos salieron disparados desde la línea de salida como si estuvieran corriendo una carrera de cinco kilómetros. Eran veinteañeros y ninguno fumaba. No llevaban agua y, si llevaban comida, la tenían entre los pliegues de sus capas.

Comencé con un ritmo confortable y ligero. Nadie podía mantener el paso que estaban llevando, especialmente con 38 grados a la sombra. Diez kilómetros después, todavía lo mantenían, pero no me preocupaba demasiado. Sabía lo que afecta la larga distancia al cuerpo humano. Mantuve mi ritmo mientras comía mis habituales 200 o 300 calorías cada hora. Llevaba dos botellas de agua. Comía naranjas y plátanos. Incluso probé el pinole en una de los puestos de abastecimiento.

Al pasar los 32 kilómetros, ya había adelantado a una docena de tarahumara, aunque estaba un poco sorprendido de que todavía hubiera unos cuantos delante de mí. Quince kilómetros más tarde, mi sorpresa iba en aumento. Cuando tras más de 50 kilómetros, sediento, cansado y asfixiado por el calor, vi que todavía había dos tarahumara por delante, vestidos con ropa y sandalias, ya no estaba sorprendido, estaba sencillamente alucinado. Y preocupado. El que iba primero era Arnulfo, con su llamativa camisa roja.

Aceleré hasta ir a un ritmo de siete minutos por milla. Ya había adelantado a otros corredores al final de una carrera con este ritmo y había visto sus miradas cuando les sobrepasaba a esa velocidad. Era consciente de que un ritmo así puede acabar con cualquiera. Pero ellos todavía seguían por delante.

Yo era un corredor profesional, que entrenaba durante todo el año. Estaba en el punto álgido de mi carrera deportiva. Esos tipos no habían oído hablar en su vida de “ritmos de carrera” o “series”. Y fue entonces cuando vi claramente cuál era el secreto de los tarahumara. No se preparaban para correr. No corrían para ganar competiciones o medallas. Y no comían para poder correr mejor. Comían, y corrían, para sobrevivir.

Para ir de un lado a otro, usaban sus piernas. Para eso, tenían que estar sanos. El principal secreto de la fuerza, resistencia y velocidad de los tarahumara era que correr y comer eran parte esencial de sus vidas. Y su otro secreto, que me esfuerzo por recordar cada día, era que cuando los tarahumara corrían de un lugar a otro lo hacían inmersos en un mundo más allá del camino, e incluso de los cinco sentidos.

Corren y viven de forma extremadamente eficiente, sin necesidad de analizarlo todo. No rechazan las nuevas tecnologías por moda o razones ideológicas. Si esa tecnología está disponible y les ayuda a llevar una vida más eficiente, la usan sin ningún problema. Se suben a una camioneta para que les lleven. Mejoran sus huaraches (sandalias tradicionales) con las gomas de los neumáticos viejos. Es exactamente eso lo que yo había estado tratando de hacer, juntar la intuición con la tecnología.

Quizás suene un poco presuntuoso por mi parte decir todo esto de los tarahumara. Pero lo cierto es que, cuando estuve con ellos, no pude evitar dejar de sentir la paz y serenidad que ellos experimentaban. Gracias a sus carreras y a su vida sencilla eran capaces de acceder a un estado vital en el que comulgaban con el mundo de una forma pura, como si tuvieran un sexto sentido. Ese era el estado que yo había estado buscado durante tanto tiempo.

Los raramuri se desplazaban por su mundo de una manera que parecía sacada de un libro de texto. Se movían de forma fluida y económica. Daban pasos cortos y pisaban de forma ligera con la parte delantera de sus pies. No malgastaban energías con movimientos laterales y la postura de sus hombros era relajada.

Los tarahumara fueron inmortalizados en el libro de McDougall, Born to Run, en el que los llegaba a calificar de superatlétas. Yo diría mejor que son super eficientes. Sus cuerpos están en perfecta sintonía con el ambiente que les rodea. Saben cosas que nosotros hemos olvidado, a pesar de nuestros cronómetros, alimentos energéticos y zapatillas de última tecnología.

El pasar una semana con los indios de las barrancas del Cobre me ayudó a cristalizar ideas que llevaban en mi cabeza desde la primera semana en el campamento de esquí del equipo Birkie, cuando era sólo un adolescente. Después de mi carrera contra los tarahumara, Born to Run se convirtió en una frase hecha, casi un credo, para cientos de miles de personas. Los humanos estamos hechos para correr velozmente sobre la tierra. Sabemos cómo correr. En teoría, bastaría con retroceder a ese estado de felicidad instintiva para recuperar la forma sencilla de correr, sin dolor, cansancio ni lesiones. Quitarnos nuestras modernas zapatillas sería el primer paso para regresar a ese paraíso perdido.

Sin embargo, no era el correr descalzos lo que hacía de los tarahumara unos grandes corredores. De hecho, calzan guaraches. La técnica es mucho más importante. Correr descalzos ayuda a desarrollar esa técnica, pero es solamente el medio para conseguirlo, no el fin. Si te gusta correr sin zapatillas, genial. Si prefieres llevar algo en los pies, perfecto también. Soy consciente de que la vida moderna conlleva muchos malos hábitos, con imprevistas y desastrosas consecuencias. Y no sólo en lo que al correr se refiere, por ejemplo en la dependencia  exagerada de zapatillas acolchadas o en la idea de que correr es algo sólo para unos pocos elegidos.

En la alimentación pasa lo mismo. Comida basura, productos industriales, raciones exageradas que enferman nuestro cuerpo. Por supuesto que la modernidad nos ha traído la electricidad, la penicilina o la cirugía cardíaca. En conjunto, nuestra propensión a la pereza, la facilidad de disponer de alimentos procesados y los avances médicos nos han convertido al mismo tiempo en individuos longevos pero poco sanos.

En los tarahumara vi a un grupo de personas que corren y comen de la misma forma que lo hacían nuestros antepasados. Dependen de los alimentos que cultivaban con su propio esfuerzo. Corren inconscientemente de forma natural. Comen carne, pero de la forma en la que se comía antiguamente, sólo en las ocasiones especiales en las que se lo pueden permitir. Para ellos la carne es un artículo de lujo, no un alimento cotidiano.

Estoy en perfecta forma y puedo correr mucho y muy rápido porque mi alimentación es vegetariana. Pero no sermoneo a mis amigos carnívoros, ni les doy la tabarra si comen patatas asadas con mantequilla y crema agria. Todo el que se interesé de verdad en lo que come y en cómo le afecta a su cuerpo terminará por comer vegetales, y su salud mejorará.

Lo del ejercicio es algo más sencillo y complicado a la vez. Necesitamos movernos, pero ¿es mejor hacerlo a nuestro aire o necesitamos la supervisión de la ciencia? En mi caso, dejo que la ciencia guie mis entrenamientos, pero disfruto de correr con una alegría animal. No me importa parar durante unos días si el cuerpo lo pide, aunque afecte a mi plan de ejercicios. Los corredores de ultras necesitamos toda la ayuda teórica que podamos conseguir para nuestros entrenamientos, pero no nos podemos permitir ser demasiado rígidos. Si hay algo de lo que puedo estar seguro en una carrera de cien millas es que me voy a encontrar en situaciones imprevistas.

Lidiar con lo imprevisto solía ser lo más normal de la vida. Y lo mismo en lo que respecta al entrenamiento. Corríamos hacia la comida y huíamos de los depredadores. Nos saciábamos o ayunábamos dependiendo de las estaciones. Pasábamos mucho tiempo andando y durmiendo. 

Hoy permanecemos sentados. Conducimos, navegamos por internet o vemos la televisión. Y, por supuesto, sufrimos las consecuencias de todo eso. Según un estudio reciente que apareció en la Revista Americana de Epidemiología, tras un seguimiento de 123.216 personas a lo largo de catorce años se observó que el riesgo de fallecimiento se incrementaba en un 17% entre los hombres que pasan más de seis horas sentados cada día frente a los que lo hacían durante menos de tres. Para las mujeres, el incremento alcanzaba el 34%. Y el riesgo era mayor independientemente de si fumaban, tenían sobrepeso o, lo que me chocaba más, cuánto ejercicio realizaran.

Los humanos no estamos hechos para estar sentados todo el día. Ni tampoco para realizar los típicos gestos normales de trabajos especializados. Nuestros cuerpos anhelan poder usar una amplia variedad de movimientos. Los desequilibrios surgen cuando nos pasamos todo el día haciendo pequeños gestos repetitivos como teclear, escanear artículos, dar la vuelta a hamburguesas o trabajar con el ratón de un ordenador.

El objetivo de gran parte del entrenamiento debe, por tanto, poder compensar todo eso. No es que necesitemos aprender a correr en sí, es que necesitamos olvidar malos hábitos y corregir los desequilibrios causados por nuestro estilo de vida moderno.

La carrera de Copper Canyon consistía en unas pocas vueltas por los secos y polvorientos caminos del fondo del cañón, con 600 metros de subidas entre huertos de pomelo y papaya, a la sombra de altísimos riscos. Teníamos que pasar tres veces por en medio del pueblo, delante de la gente que bebía y se divertía mientras escuchaba los acordes de un grupo de mariachis.

No entraba en mis planes correr con tanta intensidad, ya que estaba de vacaciones. Mantuve mi ritmo de siete minutos. Estaba en forma, pero esos tipos habían pasado toda su vida entrenando, aunque ellos no lo hubieran llamado así. Quería poder combinar mis carreras y mi dieta de una forma tan uniforme como lo hacían los tarahumara. Pero también deseaba ganar la carrera. Y era consciente de ellos querían lo mismo. Para mí, una victoria habría sido un gran honor. Para ellos, representaba maíz suficiente para alimentar un pueblo entero durante un año.

Subí el ritmo y allí, tras una curva del camino, percibí un punto de color azul brillante. Era Silvino, con su vestimenta tradicional tarahumara. Iba recortándole distancia. Notaba el aroma dulzón de las flores de cactus al pasar corriendo entre las espinosas plantas de ocotillo, con sus llamativas flores rojas. Al adelantarle en el kilómetro 65 le hice un gesto para que me siguiera. No nos dijimos nada, pero quería que entre los dos alcanzáramos a Arnulfo. Quería que nos disputáramos la victoria los tres juntos en la línea de meta. Pero Silvino estaba machacado.

Conseguí ver a Arnulfo en la última curva, y parecía agotado. Al miramos, pude percibir en sus ojos el cansancio y la deshidratación. Ya conocía esa mirada. Pero vi también algo más. Vi al luchador que llevaba dentro. No iba a darse por vencido. Quedaban ocho kilómetros y tan sólo me sacaba siete u ocho minutos, por lo que pensé que podía pillarle. Surgió entonces mi instinto más competitivo y animal. Pero esta vez no iba a ser suficiente con eso. Arnulfo también tenía ese instinto.

Me ganó por seis minutos. Menos de una milla.

No le abracé ni nada de eso. Le dije en inglés (del que no entendía ni una palabra) que estaba impresionado y que había sido el mejor. En español dije “muy fuerte” una y otra vez.

Luego me incline delante de él en señal de respeto.

Muchas personas me preguntaron después si le había dejado ganar por razones interculturales o por pura amabilidad. Esa gente no es consciente de lo importante que es para mí competir. Arnulfo me derrotó de forma justa y rotunda. Pero volví al año siguiente y me cobré la revancha ganándole por 18 minutos. Doné el maíz y los 750 dólares a los raramuri.