lunes, 19 de noviembre de 2012

Copper Canyon Ultra Marathon - ¿Otra vez esos tipos? (2ª parte)



La carrera empezó cinco días más tarde a las ocho de la mañana. Nada más darse la salida confirmé lo que había sospechado desde que los indios aparecieron de la nada en el camino del río. Los tipos con los que corrí en los Angeles Crest 100 eran el equipo B de los tarahumara. Tres de ellos salieron disparados desde la línea de salida como si estuvieran corriendo una carrera de cinco kilómetros. Eran veinteañeros y ninguno fumaba. No llevaban agua y, si llevaban comida, la tenían entre los pliegues de sus capas.

Comencé con un ritmo confortable y ligero. Nadie podía mantener el paso que estaban llevando, especialmente con 38 grados a la sombra. Diez kilómetros después, todavía lo mantenían, pero no me preocupaba demasiado. Sabía lo que afecta la larga distancia al cuerpo humano. Mantuve mi ritmo mientras comía mis habituales 200 o 300 calorías cada hora. Llevaba dos botellas de agua. Comía naranjas y plátanos. Incluso probé el pinole en una de los puestos de abastecimiento.

Al pasar los 32 kilómetros, ya había adelantado a una docena de tarahumara, aunque estaba un poco sorprendido de que todavía hubiera unos cuantos delante de mí. Quince kilómetros más tarde, mi sorpresa iba en aumento. Cuando tras más de 50 kilómetros, sediento, cansado y asfixiado por el calor, vi que todavía había dos tarahumara por delante, vestidos con ropa y sandalias, ya no estaba sorprendido, estaba sencillamente alucinado. Y preocupado. El que iba primero era Arnulfo, con su llamativa camisa roja.

Aceleré hasta ir a un ritmo de siete minutos por milla. Ya había adelantado a otros corredores al final de una carrera con este ritmo y había visto sus miradas cuando les sobrepasaba a esa velocidad. Era consciente de que un ritmo así puede acabar con cualquiera. Pero ellos todavía seguían por delante.

Yo era un corredor profesional, que entrenaba durante todo el año. Estaba en el punto álgido de mi carrera deportiva. Esos tipos no habían oído hablar en su vida de “ritmos de carrera” o “series”. Y fue entonces cuando vi claramente cuál era el secreto de los tarahumara. No se preparaban para correr. No corrían para ganar competiciones o medallas. Y no comían para poder correr mejor. Comían, y corrían, para sobrevivir.

Para ir de un lado a otro, usaban sus piernas. Para eso, tenían que estar sanos. El principal secreto de la fuerza, resistencia y velocidad de los tarahumara era que correr y comer eran parte esencial de sus vidas. Y su otro secreto, que me esfuerzo por recordar cada día, era que cuando los tarahumara corrían de un lugar a otro lo hacían inmersos en un mundo más allá del camino, e incluso de los cinco sentidos.

Corren y viven de forma extremadamente eficiente, sin necesidad de analizarlo todo. No rechazan las nuevas tecnologías por moda o razones ideológicas. Si esa tecnología está disponible y les ayuda a llevar una vida más eficiente, la usan sin ningún problema. Se suben a una camioneta para que les lleven. Mejoran sus huaraches (sandalias tradicionales) con las gomas de los neumáticos viejos. Es exactamente eso lo que yo había estado tratando de hacer, juntar la intuición con la tecnología.

Quizás suene un poco presuntuoso por mi parte decir todo esto de los tarahumara. Pero lo cierto es que, cuando estuve con ellos, no pude evitar dejar de sentir la paz y serenidad que ellos experimentaban. Gracias a sus carreras y a su vida sencilla eran capaces de acceder a un estado vital en el que comulgaban con el mundo de una forma pura, como si tuvieran un sexto sentido. Ese era el estado que yo había estado buscado durante tanto tiempo.

Los raramuri se desplazaban por su mundo de una manera que parecía sacada de un libro de texto. Se movían de forma fluida y económica. Daban pasos cortos y pisaban de forma ligera con la parte delantera de sus pies. No malgastaban energías con movimientos laterales y la postura de sus hombros era relajada.

Los tarahumara fueron inmortalizados en el libro de McDougall, Born to Run, en el que los llegaba a calificar de superatlétas. Yo diría mejor que son super eficientes. Sus cuerpos están en perfecta sintonía con el ambiente que les rodea. Saben cosas que nosotros hemos olvidado, a pesar de nuestros cronómetros, alimentos energéticos y zapatillas de última tecnología.

El pasar una semana con los indios de las barrancas del Cobre me ayudó a cristalizar ideas que llevaban en mi cabeza desde la primera semana en el campamento de esquí del equipo Birkie, cuando era sólo un adolescente. Después de mi carrera contra los tarahumara, Born to Run se convirtió en una frase hecha, casi un credo, para cientos de miles de personas. Los humanos estamos hechos para correr velozmente sobre la tierra. Sabemos cómo correr. En teoría, bastaría con retroceder a ese estado de felicidad instintiva para recuperar la forma sencilla de correr, sin dolor, cansancio ni lesiones. Quitarnos nuestras modernas zapatillas sería el primer paso para regresar a ese paraíso perdido.

Sin embargo, no era el correr descalzos lo que hacía de los tarahumara unos grandes corredores. De hecho, calzan guaraches. La técnica es mucho más importante. Correr descalzos ayuda a desarrollar esa técnica, pero es solamente el medio para conseguirlo, no el fin. Si te gusta correr sin zapatillas, genial. Si prefieres llevar algo en los pies, perfecto también. Soy consciente de que la vida moderna conlleva muchos malos hábitos, con imprevistas y desastrosas consecuencias. Y no sólo en lo que al correr se refiere, por ejemplo en la dependencia  exagerada de zapatillas acolchadas o en la idea de que correr es algo sólo para unos pocos elegidos.

En la alimentación pasa lo mismo. Comida basura, productos industriales, raciones exageradas que enferman nuestro cuerpo. Por supuesto que la modernidad nos ha traído la electricidad, la penicilina o la cirugía cardíaca. En conjunto, nuestra propensión a la pereza, la facilidad de disponer de alimentos procesados y los avances médicos nos han convertido al mismo tiempo en individuos longevos pero poco sanos.

En los tarahumara vi a un grupo de personas que corren y comen de la misma forma que lo hacían nuestros antepasados. Dependen de los alimentos que cultivaban con su propio esfuerzo. Corren inconscientemente de forma natural. Comen carne, pero de la forma en la que se comía antiguamente, sólo en las ocasiones especiales en las que se lo pueden permitir. Para ellos la carne es un artículo de lujo, no un alimento cotidiano.

Estoy en perfecta forma y puedo correr mucho y muy rápido porque mi alimentación es vegetariana. Pero no sermoneo a mis amigos carnívoros, ni les doy la tabarra si comen patatas asadas con mantequilla y crema agria. Todo el que se interesé de verdad en lo que come y en cómo le afecta a su cuerpo terminará por comer vegetales, y su salud mejorará.

Lo del ejercicio es algo más sencillo y complicado a la vez. Necesitamos movernos, pero ¿es mejor hacerlo a nuestro aire o necesitamos la supervisión de la ciencia? En mi caso, dejo que la ciencia guie mis entrenamientos, pero disfruto de correr con una alegría animal. No me importa parar durante unos días si el cuerpo lo pide, aunque afecte a mi plan de ejercicios. Los corredores de ultras necesitamos toda la ayuda teórica que podamos conseguir para nuestros entrenamientos, pero no nos podemos permitir ser demasiado rígidos. Si hay algo de lo que puedo estar seguro en una carrera de cien millas es que me voy a encontrar en situaciones imprevistas.

Lidiar con lo imprevisto solía ser lo más normal de la vida. Y lo mismo en lo que respecta al entrenamiento. Corríamos hacia la comida y huíamos de los depredadores. Nos saciábamos o ayunábamos dependiendo de las estaciones. Pasábamos mucho tiempo andando y durmiendo. 

Hoy permanecemos sentados. Conducimos, navegamos por internet o vemos la televisión. Y, por supuesto, sufrimos las consecuencias de todo eso. Según un estudio reciente que apareció en la Revista Americana de Epidemiología, tras un seguimiento de 123.216 personas a lo largo de catorce años se observó que el riesgo de fallecimiento se incrementaba en un 17% entre los hombres que pasan más de seis horas sentados cada día frente a los que lo hacían durante menos de tres. Para las mujeres, el incremento alcanzaba el 34%. Y el riesgo era mayor independientemente de si fumaban, tenían sobrepeso o, lo que me chocaba más, cuánto ejercicio realizaran.

Los humanos no estamos hechos para estar sentados todo el día. Ni tampoco para realizar los típicos gestos normales de trabajos especializados. Nuestros cuerpos anhelan poder usar una amplia variedad de movimientos. Los desequilibrios surgen cuando nos pasamos todo el día haciendo pequeños gestos repetitivos como teclear, escanear artículos, dar la vuelta a hamburguesas o trabajar con el ratón de un ordenador.

El objetivo de gran parte del entrenamiento debe, por tanto, poder compensar todo eso. No es que necesitemos aprender a correr en sí, es que necesitamos olvidar malos hábitos y corregir los desequilibrios causados por nuestro estilo de vida moderno.

La carrera de Copper Canyon consistía en unas pocas vueltas por los secos y polvorientos caminos del fondo del cañón, con 600 metros de subidas entre huertos de pomelo y papaya, a la sombra de altísimos riscos. Teníamos que pasar tres veces por en medio del pueblo, delante de la gente que bebía y se divertía mientras escuchaba los acordes de un grupo de mariachis.

No entraba en mis planes correr con tanta intensidad, ya que estaba de vacaciones. Mantuve mi ritmo de siete minutos. Estaba en forma, pero esos tipos habían pasado toda su vida entrenando, aunque ellos no lo hubieran llamado así. Quería poder combinar mis carreras y mi dieta de una forma tan uniforme como lo hacían los tarahumara. Pero también deseaba ganar la carrera. Y era consciente de ellos querían lo mismo. Para mí, una victoria habría sido un gran honor. Para ellos, representaba maíz suficiente para alimentar un pueblo entero durante un año.

Subí el ritmo y allí, tras una curva del camino, percibí un punto de color azul brillante. Era Silvino, con su vestimenta tradicional tarahumara. Iba recortándole distancia. Notaba el aroma dulzón de las flores de cactus al pasar corriendo entre las espinosas plantas de ocotillo, con sus llamativas flores rojas. Al adelantarle en el kilómetro 65 le hice un gesto para que me siguiera. No nos dijimos nada, pero quería que entre los dos alcanzáramos a Arnulfo. Quería que nos disputáramos la victoria los tres juntos en la línea de meta. Pero Silvino estaba machacado.

Conseguí ver a Arnulfo en la última curva, y parecía agotado. Al miramos, pude percibir en sus ojos el cansancio y la deshidratación. Ya conocía esa mirada. Pero vi también algo más. Vi al luchador que llevaba dentro. No iba a darse por vencido. Quedaban ocho kilómetros y tan sólo me sacaba siete u ocho minutos, por lo que pensé que podía pillarle. Surgió entonces mi instinto más competitivo y animal. Pero esta vez no iba a ser suficiente con eso. Arnulfo también tenía ese instinto.

Me ganó por seis minutos. Menos de una milla.

No le abracé ni nada de eso. Le dije en inglés (del que no entendía ni una palabra) que estaba impresionado y que había sido el mejor. En español dije “muy fuerte” una y otra vez.

Luego me incline delante de él en señal de respeto.

Muchas personas me preguntaron después si le había dejado ganar por razones interculturales o por pura amabilidad. Esa gente no es consciente de lo importante que es para mí competir. Arnulfo me derrotó de forma justa y rotunda. Pero volví al año siguiente y me cobré la revancha ganándole por 18 minutos. Doné el maíz y los 750 dólares a los raramuri.

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