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domingo, 20 de septiembre de 2020

El orgullo de ser el último


Nunca he corrido en una carrera organizada. Bueno, al menos no en mi vida actual. En otra vida anterior, cuando tenía 17 años, sí que estuve federado y participé en varias pruebas de 1000 y 1500 metros.

martes, 15 de diciembre de 2015

Libro: Confessions of an Unlikely Runner (Dana L. Ayers)

Hasta ahora no había leído ningún libro escrito por y para los últimos del pelotón. Esos corredores que combinan el trote y la marcha en una carrera de 10 kilómetros. O que se arrastran de mala manera para terminar una maratón antes de que cierren la llegada. Acaban los últimos pero, como dice Dana L. Ayers, al final está la diversión.

miércoles, 25 de marzo de 2015

Libro: Do Life (Ben Davis)

Pillar unas zapatillas y ponerse a correr ha ayudado a muchas personas a superar sus problemas de adicción a todo tipo de drogas (incluido el alcohol). Es algo que menciona de pasada hasta Scott Jurek en su autobiografía, cuando dice que en el mundillo de los ultramaratones es muy habitual encontrarse gente que ha conseguido olvidar corriendo periodos autodestructivos de sus vidas.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Libro: Field Guide to Ultrarunning (Hal Koerner)

Aunque en principio desconfío de los autodenominados manuales en esto del correr, lo cierto es que el título de este libro hacía un guiño a mi pasado de aficionado a la ornitología. Eso de "guía de campo" me recordaba a los viejos volúmenes de la editorial Omega que acompañaron mi infancia.

martes, 15 de octubre de 2013

Para empezar



Una de las cosas que suele decirme la gente cuando se entera de que me gusta correr es que ellos también querrían hacerlo, pero que no aguantarían ni cinco minutos. Muchos llevan años viviendo sentados, o tumbados, sin hacer ejercicio desde que terminaron el instituto. Pero creo que los que realmente quieren correr, y no lo dicen sólo por decir, pueden hacerlo sin problemas. Tan sólo deberían tener en cuenta un par de cosas.

miércoles, 23 de enero de 2013

Libro: Rich Roll - Finding Ultra


Scott Jurek comentaba en su libro que había conocido a mucha gente que habían cambiado el alcohol o las drogas por carreras de ultramaratón. En su opinión, lo que hacían realmente era pasar de una adicción a otra. Y este libro refleja un poco eso.

Rich Roll es un tipo que a los quince tiene una prometedora carrera como nadador por delante, a los 20 abandona la natación por el alcohol, a los treinta consigue abandonar la bebida, y a los cuarenta da el cambio definitivo a su vida.

Este libro es el relato de la transformación que fue sufriendo durante todos esos años, de su pasión actual por nadar, correr y montar en bici, y de lo importante que es para él alimentarse para vivir más sano.


Argumento
Un día, al mirarse en el espejo, el autor del libro ve a un tipo gordo, flácido y sedentario. Así que decide abandonar la comida basura y recuperar la forma física. Y como una cosa lleva a la otra, termina por convertirse en vegano total y participar en una prueba en Hawai que combina cinco triatlones seguidas durante cinco días. Y vive para contarlo.


Toda la info aquí.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Libro: Scott Jurek - Eat & Run


Scott Jurek es un poco como el Andrés Iniesta o el Juan Carlos Navarro de los ultramaratones: un deportista superdotado y muy inteligente escondido en un cuerpo de perro. Cuando se le ve como corre, con su paso destartalado y un poco torpe, lo que sorprende es que haya llegado tan lejos. Y ha sido lejos de verdad: siete veces campeón en la Western States, dos veces en Badwater y tres veces en el Spartathlon, entre otras cosas.

Además, en lo que coincide toda la gente que le conoce es que, por encima de todo, es una buena persona.

Ahora que ya ha dejado paso en la primera línea a la nueva generación de corredores, nos cuenta su vida. Y lo hace de una forma realmente inocente e ingenua. Sin presumir ni alardear de sus victorias. Sin alharacas. Un libro honesto y muy interesante que, gracias a la escritura de Steve Friedman, se lee de una sentada.


Argumento
Scott Jurek repasa toda su vida: los duros momentos por los que pasó durante su infancia, los primeros pasos deportivos esquiando y corriendo, los amigos, las primeras victorias, las derrotas, las grandes hazañas, su separación, su búsqueda constante de paz interior… Y todo ello condimentado con sus mejores recetas. Porque para él, la alimentación en general, y ser vegetariano en particular, no es algo anecdótico. De ahí el nombre del libro.


miércoles, 5 de diciembre de 2012

Grandeza


Cuando pienso en las personas que me inspiran de verdad a la hora de correr no sólo pienso en gente como Kilian Jornet, Anton Krupicka, Geoff Roes o Scott Jurek. Creo que ellos nos sirven de ejemplo, no porque ganen carreras, sino por cómo lo hacen. Pero correr es mucho más que ir rápido.

En el fondo, los que más respeto me merecen son los corredores que siguen corriendo cuando los mejores ya están en casa. Decía Christopher McDougall que cuando terminó su primera carrera larga, muchas horas después de que hubieran llegado el resto de corredores, Scott Jurek le felicitó en la meta como su fuera el campeón. A él le sorprendió, ya que había tardado el doble de lo que había hecho Scott. Pero éste le contestó que por eso era mucho más valiosa su carrera, porque el sufrimiento también había sido el doble.

La gente que admiro de verdad es la que llega al final. Y no sólo porque yo esté entre ellos (o por detrás). Son personas que no están tan en forma, pero que disfrutan de lo que hacen a pesar de lo que les cuesta. Sus objetivos son humildes. Y su pasión por correr mucho más sincera.

Ya he mencionado otras veces la frase de Chesterton: “alguien debe amar realmente lo que hace cuando no solo lo practica sin tener esperanzas de ganar fama o dinero, sino que incluso lo practica sin ilusiones de hacerlo nunca bien”. Creo que resume lo que pienso de gente como Nathan. Un chaval de doce años que nos enseña más de lo que es correr que muchos de las grandes estrellas. Aunque es un anuncio que hizo Nike antes de los últimos Juegos Olímpicos, el video merece la pena.


lunes, 19 de noviembre de 2012

Copper Canyon Ultra Marathon - ¿Otra vez esos tipos? (2ª parte)



La carrera empezó cinco días más tarde a las ocho de la mañana. Nada más darse la salida confirmé lo que había sospechado desde que los indios aparecieron de la nada en el camino del río. Los tipos con los que corrí en los Angeles Crest 100 eran el equipo B de los tarahumara. Tres de ellos salieron disparados desde la línea de salida como si estuvieran corriendo una carrera de cinco kilómetros. Eran veinteañeros y ninguno fumaba. No llevaban agua y, si llevaban comida, la tenían entre los pliegues de sus capas.

Comencé con un ritmo confortable y ligero. Nadie podía mantener el paso que estaban llevando, especialmente con 38 grados a la sombra. Diez kilómetros después, todavía lo mantenían, pero no me preocupaba demasiado. Sabía lo que afecta la larga distancia al cuerpo humano. Mantuve mi ritmo mientras comía mis habituales 200 o 300 calorías cada hora. Llevaba dos botellas de agua. Comía naranjas y plátanos. Incluso probé el pinole en una de los puestos de abastecimiento.

Al pasar los 32 kilómetros, ya había adelantado a una docena de tarahumara, aunque estaba un poco sorprendido de que todavía hubiera unos cuantos delante de mí. Quince kilómetros más tarde, mi sorpresa iba en aumento. Cuando tras más de 50 kilómetros, sediento, cansado y asfixiado por el calor, vi que todavía había dos tarahumara por delante, vestidos con ropa y sandalias, ya no estaba sorprendido, estaba sencillamente alucinado. Y preocupado. El que iba primero era Arnulfo, con su llamativa camisa roja.

Aceleré hasta ir a un ritmo de siete minutos por milla. Ya había adelantado a otros corredores al final de una carrera con este ritmo y había visto sus miradas cuando les sobrepasaba a esa velocidad. Era consciente de que un ritmo así puede acabar con cualquiera. Pero ellos todavía seguían por delante.

Yo era un corredor profesional, que entrenaba durante todo el año. Estaba en el punto álgido de mi carrera deportiva. Esos tipos no habían oído hablar en su vida de “ritmos de carrera” o “series”. Y fue entonces cuando vi claramente cuál era el secreto de los tarahumara. No se preparaban para correr. No corrían para ganar competiciones o medallas. Y no comían para poder correr mejor. Comían, y corrían, para sobrevivir.

Para ir de un lado a otro, usaban sus piernas. Para eso, tenían que estar sanos. El principal secreto de la fuerza, resistencia y velocidad de los tarahumara era que correr y comer eran parte esencial de sus vidas. Y su otro secreto, que me esfuerzo por recordar cada día, era que cuando los tarahumara corrían de un lugar a otro lo hacían inmersos en un mundo más allá del camino, e incluso de los cinco sentidos.

Corren y viven de forma extremadamente eficiente, sin necesidad de analizarlo todo. No rechazan las nuevas tecnologías por moda o razones ideológicas. Si esa tecnología está disponible y les ayuda a llevar una vida más eficiente, la usan sin ningún problema. Se suben a una camioneta para que les lleven. Mejoran sus huaraches (sandalias tradicionales) con las gomas de los neumáticos viejos. Es exactamente eso lo que yo había estado tratando de hacer, juntar la intuición con la tecnología.

Quizás suene un poco presuntuoso por mi parte decir todo esto de los tarahumara. Pero lo cierto es que, cuando estuve con ellos, no pude evitar dejar de sentir la paz y serenidad que ellos experimentaban. Gracias a sus carreras y a su vida sencilla eran capaces de acceder a un estado vital en el que comulgaban con el mundo de una forma pura, como si tuvieran un sexto sentido. Ese era el estado que yo había estado buscado durante tanto tiempo.

Los raramuri se desplazaban por su mundo de una manera que parecía sacada de un libro de texto. Se movían de forma fluida y económica. Daban pasos cortos y pisaban de forma ligera con la parte delantera de sus pies. No malgastaban energías con movimientos laterales y la postura de sus hombros era relajada.

Los tarahumara fueron inmortalizados en el libro de McDougall, Born to Run, en el que los llegaba a calificar de superatlétas. Yo diría mejor que son super eficientes. Sus cuerpos están en perfecta sintonía con el ambiente que les rodea. Saben cosas que nosotros hemos olvidado, a pesar de nuestros cronómetros, alimentos energéticos y zapatillas de última tecnología.

El pasar una semana con los indios de las barrancas del Cobre me ayudó a cristalizar ideas que llevaban en mi cabeza desde la primera semana en el campamento de esquí del equipo Birkie, cuando era sólo un adolescente. Después de mi carrera contra los tarahumara, Born to Run se convirtió en una frase hecha, casi un credo, para cientos de miles de personas. Los humanos estamos hechos para correr velozmente sobre la tierra. Sabemos cómo correr. En teoría, bastaría con retroceder a ese estado de felicidad instintiva para recuperar la forma sencilla de correr, sin dolor, cansancio ni lesiones. Quitarnos nuestras modernas zapatillas sería el primer paso para regresar a ese paraíso perdido.

Sin embargo, no era el correr descalzos lo que hacía de los tarahumara unos grandes corredores. De hecho, calzan guaraches. La técnica es mucho más importante. Correr descalzos ayuda a desarrollar esa técnica, pero es solamente el medio para conseguirlo, no el fin. Si te gusta correr sin zapatillas, genial. Si prefieres llevar algo en los pies, perfecto también. Soy consciente de que la vida moderna conlleva muchos malos hábitos, con imprevistas y desastrosas consecuencias. Y no sólo en lo que al correr se refiere, por ejemplo en la dependencia  exagerada de zapatillas acolchadas o en la idea de que correr es algo sólo para unos pocos elegidos.

En la alimentación pasa lo mismo. Comida basura, productos industriales, raciones exageradas que enferman nuestro cuerpo. Por supuesto que la modernidad nos ha traído la electricidad, la penicilina o la cirugía cardíaca. En conjunto, nuestra propensión a la pereza, la facilidad de disponer de alimentos procesados y los avances médicos nos han convertido al mismo tiempo en individuos longevos pero poco sanos.

En los tarahumara vi a un grupo de personas que corren y comen de la misma forma que lo hacían nuestros antepasados. Dependen de los alimentos que cultivaban con su propio esfuerzo. Corren inconscientemente de forma natural. Comen carne, pero de la forma en la que se comía antiguamente, sólo en las ocasiones especiales en las que se lo pueden permitir. Para ellos la carne es un artículo de lujo, no un alimento cotidiano.

Estoy en perfecta forma y puedo correr mucho y muy rápido porque mi alimentación es vegetariana. Pero no sermoneo a mis amigos carnívoros, ni les doy la tabarra si comen patatas asadas con mantequilla y crema agria. Todo el que se interesé de verdad en lo que come y en cómo le afecta a su cuerpo terminará por comer vegetales, y su salud mejorará.

Lo del ejercicio es algo más sencillo y complicado a la vez. Necesitamos movernos, pero ¿es mejor hacerlo a nuestro aire o necesitamos la supervisión de la ciencia? En mi caso, dejo que la ciencia guie mis entrenamientos, pero disfruto de correr con una alegría animal. No me importa parar durante unos días si el cuerpo lo pide, aunque afecte a mi plan de ejercicios. Los corredores de ultras necesitamos toda la ayuda teórica que podamos conseguir para nuestros entrenamientos, pero no nos podemos permitir ser demasiado rígidos. Si hay algo de lo que puedo estar seguro en una carrera de cien millas es que me voy a encontrar en situaciones imprevistas.

Lidiar con lo imprevisto solía ser lo más normal de la vida. Y lo mismo en lo que respecta al entrenamiento. Corríamos hacia la comida y huíamos de los depredadores. Nos saciábamos o ayunábamos dependiendo de las estaciones. Pasábamos mucho tiempo andando y durmiendo. 

Hoy permanecemos sentados. Conducimos, navegamos por internet o vemos la televisión. Y, por supuesto, sufrimos las consecuencias de todo eso. Según un estudio reciente que apareció en la Revista Americana de Epidemiología, tras un seguimiento de 123.216 personas a lo largo de catorce años se observó que el riesgo de fallecimiento se incrementaba en un 17% entre los hombres que pasan más de seis horas sentados cada día frente a los que lo hacían durante menos de tres. Para las mujeres, el incremento alcanzaba el 34%. Y el riesgo era mayor independientemente de si fumaban, tenían sobrepeso o, lo que me chocaba más, cuánto ejercicio realizaran.

Los humanos no estamos hechos para estar sentados todo el día. Ni tampoco para realizar los típicos gestos normales de trabajos especializados. Nuestros cuerpos anhelan poder usar una amplia variedad de movimientos. Los desequilibrios surgen cuando nos pasamos todo el día haciendo pequeños gestos repetitivos como teclear, escanear artículos, dar la vuelta a hamburguesas o trabajar con el ratón de un ordenador.

El objetivo de gran parte del entrenamiento debe, por tanto, poder compensar todo eso. No es que necesitemos aprender a correr en sí, es que necesitamos olvidar malos hábitos y corregir los desequilibrios causados por nuestro estilo de vida moderno.

La carrera de Copper Canyon consistía en unas pocas vueltas por los secos y polvorientos caminos del fondo del cañón, con 600 metros de subidas entre huertos de pomelo y papaya, a la sombra de altísimos riscos. Teníamos que pasar tres veces por en medio del pueblo, delante de la gente que bebía y se divertía mientras escuchaba los acordes de un grupo de mariachis.

No entraba en mis planes correr con tanta intensidad, ya que estaba de vacaciones. Mantuve mi ritmo de siete minutos. Estaba en forma, pero esos tipos habían pasado toda su vida entrenando, aunque ellos no lo hubieran llamado así. Quería poder combinar mis carreras y mi dieta de una forma tan uniforme como lo hacían los tarahumara. Pero también deseaba ganar la carrera. Y era consciente de ellos querían lo mismo. Para mí, una victoria habría sido un gran honor. Para ellos, representaba maíz suficiente para alimentar un pueblo entero durante un año.

Subí el ritmo y allí, tras una curva del camino, percibí un punto de color azul brillante. Era Silvino, con su vestimenta tradicional tarahumara. Iba recortándole distancia. Notaba el aroma dulzón de las flores de cactus al pasar corriendo entre las espinosas plantas de ocotillo, con sus llamativas flores rojas. Al adelantarle en el kilómetro 65 le hice un gesto para que me siguiera. No nos dijimos nada, pero quería que entre los dos alcanzáramos a Arnulfo. Quería que nos disputáramos la victoria los tres juntos en la línea de meta. Pero Silvino estaba machacado.

Conseguí ver a Arnulfo en la última curva, y parecía agotado. Al miramos, pude percibir en sus ojos el cansancio y la deshidratación. Ya conocía esa mirada. Pero vi también algo más. Vi al luchador que llevaba dentro. No iba a darse por vencido. Quedaban ocho kilómetros y tan sólo me sacaba siete u ocho minutos, por lo que pensé que podía pillarle. Surgió entonces mi instinto más competitivo y animal. Pero esta vez no iba a ser suficiente con eso. Arnulfo también tenía ese instinto.

Me ganó por seis minutos. Menos de una milla.

No le abracé ni nada de eso. Le dije en inglés (del que no entendía ni una palabra) que estaba impresionado y que había sido el mejor. En español dije “muy fuerte” una y otra vez.

Luego me incline delante de él en señal de respeto.

Muchas personas me preguntaron después si le había dejado ganar por razones interculturales o por pura amabilidad. Esa gente no es consciente de lo importante que es para mí competir. Arnulfo me derrotó de forma justa y rotunda. Pero volví al año siguiente y me cobré la revancha ganándole por 18 minutos. Doné el maíz y los 750 dólares a los raramuri.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Copper Canyon Ultra Marathon - ¿Otra vez esos tipos? (1ª parte)


Hoy le toca a Scott Jurek. En su libro Eat and Run, el corredor norteamericano hace un repaso de su vida y de la importancia que ha tenido para él la comida. Con la ayuda de un periodista, Jurek cuenta los momentos más destacados de su carrera, las pruebas que fue ganando o perdiendo, la paulatina adopción de una dieta vegetariana y su transformación en uno de los mejores corredores de todos los tiempos. El capítulo 15 está dedicado a la carrera de las barrancas del Cobre. Esta es la primera parte:


¿Otra vez esos tipos?
COPPER CANYON ULTRAMARATHON, 2006
Cuando corres sobre la tierra y corres con la tierra, puedes correr para siempre.
—PROVERBIO RARAMURI

El e-mail apareció en la pantalla a mediados de 2005. Era de alguien llamado Caballo Blanco. Más tarde descubriría que Caballo se llamaba Micah True y que había sido boxeador, había hecho portes de forma esporádica y era también una especie de gurú del running. Pero cuando me escribió, lo único que sabía era que había estado siguiendo mi carrera y que tenía una propuesta.

Vivía en una cabaña indígena de abobe en el fondo de un profundo y escondido cañón de México. En los alrededores habitaba un grupo de indígenas llamados raramuri (la gente que corre), más conocidos como tarahumara. Él decía que eran los mejores corredores del mundo. Quería que participara en una épica carrera de 50 millas en los cañones: uno de los mejores corredores mundiales (yo) contra los mejores corredores del mundo, por un premio de 500 kilos de maíz y 750 dólares. 

Recordaba esa tribu. Los tarahumara eran esos tipos de mediana edad vestidos con togas que fumaban cigarrillos antes de los Angeles Crest 100 y que no sabían correr cuesta abajo. ¿Los mejores corredores del mundo?

 Me gusta viajar y explorar diferentes culturas, y los tipos de las togas habían despertado mi curiosidad desde entonces. Pero el viaje habría alterado mi calendario. Estaba entrenando para el maratón de Austin, y correr 50 millas justo después no tenía sentido. No hablaba español y no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí. Además, tampoco es que fuera un gran desafío. Ya había ganado a los indios antes.

Caballo me escribió diciendo que los tarahumara que él conocía no tenían nada que ver con los que yo había derrotado en los Angeles Crest 100. Decía también que percibía en mí una pureza de espíritu similar a la de los indios corredores. Decía que los tarahumara estaban luchando para sobrevivir en condiciones difíciles y que la visita de un corredor estadounidense podría ayudarles.

Le contesté diciéndole que me encantaría ayudar a los Tarahumara con sus problemas, pero que no podía hacer nada. Eso fue un error.

Pocos días más tarde, recibí otro e-mail de Caballo.

¿Problema? ¡Los Tarahumara no tienen ningún problema! ¡No necesitan tu ayuda!

Pensé, “guau, este tipo está realmente fuera de onda”, y olvidé todo el asunto. Pero continué recibiendo e-mails suyos, contando cosas sobre el misticismo de los indios corredores y sus perdidas Barrancas del Cobre y sobre las cosas que sólo ellos sabían y el resto del mundo ignoraba.

Si se me presentaba la oportunidad de ir allí, lo haría. Y entonces el universo se confabuló para darme esa oportunidad.

Recibí una invitación de un escritor llamado Chris McDougall. Me decía que estaba trabajando en un libro sobre los indios corredores, y que hablaba español sin problemas. Él también me aseguraba que los tarahumara me iban a proporcionar una buena carrera.

Acepté, pero no porque necesitara otra buena carrera. Ya había tenido muchas. Había corrido la White River 50M, la Miwok 100K, la Way Too Cool 50K, la devastadora Wasatch Front 100, y, en la costa Este, la Mountain Masochist 50M y la Vermont 100. Había estado en el equipo ganador de la Hasegawa Cup en Japón y en la Hong Kong Trailwalker, donde habíamos logrado un nuevo record. Tenía mis prácticas de fisioterapia, mi propio negocio de entrenamientos, estaba corriendo más de 50 horas a la semana (y casi no alcanzaba) y acababa de empezar un campamento para corredores unas semanas antes de la Western States, en el que trataba de compartir mis conocimientos técnicos y de motivación.

En mi campamento servía saludables comidas vegetarianas. Estaba ganándome la vida con algo que adoraba. Estaba enseñando a los demás. ¿Le había dado el correr más a alguien? Mi problema era que quería más. Mi gran problema era que no sabía exactamente qué es lo que me faltaba. Le dije a McDougall que nos encontraríamos en El Paso.

Éramos nueve: McDougall y su entrenador, Eric Orton. Caballo. Yo. Un par de alocados novatos ultrarunners de Virginia, Jenn Shelton y Billy Barnet. Un hombre llamado Ted McDonald, que respondía al apodo de Barefoot Ted porque había empezado a correr sin zapatillas. Mi amigo fotógrafo Luis Escobar y su padre.

Caballo nos contó que la carrera empezaría en el pueblo de Urique. Para llegar allí tendríamos que correr durante 35 millas por una serie de abruptos cañones, a través de territorio controlado por las bandas armadas al servicio de los cultivadores de marihuana, por un invisible sendero que nadie más que el tipo que vivía en la cabaña de adobe conocía. Caballo nos dijo que un grupo de Tarahumara podría unirse a nosotros.

Anduvimos durante tres horas sin ver a ningún raramuri. Caballo, nuestro guía, nos dijo que había oído que un misterioso virus había afectado a un pequeño poblado y que quizás se había extendido. Nos pidió que tuviéramos paciencia. Pero también nos dijo que debíamos afrontar la posibilidad de hacer el resto del camino sin compañía. Atravesamos ríos y subimos picos en medio de cactus, siguiendo senderos para burros tan difuminados que, sin Caballo, no habríamos podido encontrar el camino. 

A las nueve de la mañana llegamos hasta un grupo de pequeñas casas de adobe y madera apiñadas al borde del río. Estábamos en el fondo de la Barranca del Cobre, 1.500 metros por debajo del borde. El sol estaba todavía alto y sudábamos mucho. Caballo propuso que esperáramos, que quizás los tarahumara se unirían a nosotros. Nos previno de que eran increíblemente tímidos, que no debíamos ser demasiado ruidosos ni efusivos. Que no tratáramos de darles la mano. Su saludo consistía nada más que en un ligero toque con las yemas de los dedos. Nos dijo también que quedaría bien que les diéramos regalos. Sugirió coca colas y fantas.

Estaba alucinado. No había viajado por todo el país para ofrecer a un grupo de atletas indígenas botellas de plástico rellenas de líquido dulzón. Ya puestos, ¿por qué no llevarles algunas mantas infestadas de viruela? Pero Caballo insistió.

Nos juntamos a la sombre de la pequeña tienda, buscando un poco de fresco mientras el sol calentaba el fondo del cañón, sujetando las frías botellas de cola. Caballo sugirió que siguiéramos, que tal vez nuestros anfitriones se nos unirían por el camino. Ninguno los vio salir del bosque a la vuelta del sendero. Un minuto antes, estaba vacío, y el siguiente, cinco hombres con faldas y blusas de colores se acercaban por el camino. Habían surgido de la nada como un grupo de ciervos.

Nos tocamos los dedos y, sin decir palabra, empezamos a subir los 1.500 metros hasta lo más alto del cañón, desde el que tendríamos que descender de nuevo. Un rato más tarde, nadie pudo decir exactamente cuándo, seis tarahumara más se habían unido a nosotros. Habían aparecido como el humo entre los árboles.

Uno de ellos me miraba con especial interés. Y yo también le miraba a él. Parecía más fuerte que los otros, y había algo en sus ojos que podía reconocer –orgullo, confianza, puede que algo de cautela. Yo también sentía lo mismo. Tenía el pelo de color negro, un mentón de película de polis y músculos como cuerdas de escalar. Era Arnulfo, el gran campeón tarahumara, el más veloz de “la gente que corre”. McDougall me había hablado de él. Y Caballo le había contado a él que yo también era un gran campeón.

Subimos en grupos de gringos e indios, con Caballo a la cabeza. Pasamos entre cactus y arbustos, al lado de árboles aislados y por zonas áridas en las que sólo crecían pitas. Durante las breves paradas, mientras que nosotros bebíamos un poco de agua, los tarahumara se desplomaban por el suelo, casi como si les hubieran cortado los tendones de las piernas. Al principio me extrañó, pero luego me di cuenta de que estaban descansando, de que esa era la forma más eficiente de conservar la energía. Me fijé en sus pies mientras subíamos y vi que los tarahumara no realizaban movimientos innecesarios. Empezaba  a aprender uno de los secretos de esta antigua tribu. El secreto de la eficiencia.

No llevaban botellas de agua, pero parecían conocer todos los manantiales escondidos en el campo. Cuando estaban cerca de uno, iban rápidamente a beber unos sorbos de agua antes de volver al camino. Cuando les ofrecimos nuestras Coca colas de regalo, las aceptaron sin decir palabra, las engulleron rápidamente y arrojaron las botellas vacías a un lado del camino. No es que no les importara el medio ambiente, es que no comprendían la noción de que algo no fuera biodegradable.

El final de nuestro camino por el cañón terminó en una carretera a unos ocho kilómetros del pueblo. Allí estaba el sheriff con su camioneta. Nosotros nos quedamos parados y mirando, sin querer romper la magia del día subiéndonos a un coche. Los tarahumara montaron inmediatamente. Era lo más eficiente. Los cinco días siguientes aprendimos a conocer a los tarahumara.

Cuando tomábamos nuestros geles y barritas energéticas se reían entre ellos. Luego sacaban de los pliegues de sus capas el pinole, maíz tostado molido y mezclado con agua. Es su Gatorade de maíz. Como comida llevaban tortillas con frijoles. Todo lo que comían era integral y sencillo. Fue durante ese viaje cuando empecé a apreciar la energía que contiene un solo aguacate. Cuando nos sentábamos a comer aprendí también a sentarme al final de la mesa, donde se servía el guacamole. No le aconsejaría a nadie interponerse entre un tarahumara y un tazón de guacamole. Yo no perdía de vista a Arnulfo. Y él me vigilaba.

Había venido hasta aquí porque me fascinaban los tarahumara y tenía unos días libres. Para mí el viaje era una especie de vacaciones de aprendizaje. Pero me estaba empezando a hacer a la idea de que la carrera no iba a ser un paseo sencillo y sólo para divertirnos, especialmente para los tarahumara. Tendría que darlo todo. No hacerlo habría sido una falta de respeto.