La carrera empezó cinco días más tarde a las ocho de la mañana. Nada más darse la salida confirmé lo que había sospechado desde que los indios aparecieron de la nada en el camino del río. Los tipos con los que corrí en los Angeles Crest 100 eran el equipo B de los tarahumara. Tres de ellos salieron disparados desde la línea de salida como si estuvieran corriendo una carrera de cinco kilómetros. Eran veinteañeros y ninguno fumaba. No llevaban agua y, si llevaban comida, la tenían entre los pliegues de sus capas.
Comencé con un ritmo confortable y ligero. Nadie podía
mantener el paso que estaban llevando, especialmente con 38 grados a la sombra.
Diez kilómetros después, todavía lo mantenían, pero no me preocupaba demasiado.
Sabía lo que afecta la larga distancia al cuerpo humano. Mantuve mi ritmo
mientras comía mis habituales 200 o 300 calorías cada hora. Llevaba dos
botellas de agua. Comía naranjas y plátanos. Incluso probé el pinole en una de
los puestos de abastecimiento.
Al pasar los 32 kilómetros, ya había adelantado a una docena
de tarahumara, aunque estaba un poco sorprendido de que todavía hubiera unos
cuantos delante de mí. Quince kilómetros más tarde, mi sorpresa iba en aumento.
Cuando tras más de 50 kilómetros, sediento, cansado y asfixiado por el calor,
vi que todavía había dos tarahumara por delante, vestidos con ropa y sandalias,
ya no estaba sorprendido, estaba sencillamente alucinado. Y preocupado. El que
iba primero era Arnulfo, con su llamativa camisa roja.
Aceleré hasta ir a un ritmo de siete minutos por milla. Ya
había adelantado a otros corredores al final de una carrera con este ritmo y
había visto sus miradas cuando les sobrepasaba a esa velocidad. Era consciente
de que un ritmo así puede acabar con cualquiera. Pero ellos todavía seguían por
delante.
Yo era un corredor profesional, que entrenaba durante todo
el año. Estaba en el punto álgido de mi carrera deportiva. Esos tipos no habían oído
hablar en su vida de “ritmos de carrera” o “series”. Y fue entonces cuando vi claramente
cuál era el secreto de los tarahumara. No se preparaban para correr. No corrían
para ganar competiciones o medallas. Y no comían para poder correr mejor.
Comían, y corrían, para sobrevivir.
Para ir de un lado a otro, usaban sus
piernas. Para eso, tenían que estar sanos. El principal secreto de la fuerza,
resistencia y velocidad de los tarahumara era que correr y comer eran parte esencial de sus
vidas. Y su otro secreto, que me esfuerzo por recordar cada día, era que cuando
los tarahumara corrían de un lugar a otro lo hacían inmersos en un mundo más
allá del camino, e incluso de los cinco sentidos.
Corren y viven de forma extremadamente eficiente, sin
necesidad de analizarlo todo. No rechazan las nuevas tecnologías por moda o
razones ideológicas. Si esa tecnología está disponible y les ayuda a llevar una
vida más eficiente, la usan sin ningún problema. Se suben a una camioneta para
que les lleven. Mejoran sus huaraches (sandalias tradicionales) con las gomas
de los neumáticos viejos. Es exactamente eso lo que yo había estado tratando de
hacer, juntar la intuición con la tecnología.
Quizás suene un poco presuntuoso por mi parte decir todo
esto de los tarahumara. Pero lo cierto es que, cuando estuve con ellos, no pude
evitar dejar de sentir la paz y serenidad que ellos experimentaban. Gracias a
sus carreras y a su vida sencilla eran capaces de acceder a un estado vital en
el que comulgaban con el mundo de una forma pura, como si tuvieran un sexto
sentido. Ese era el estado que yo había estado buscado durante tanto tiempo.
Los raramuri se desplazaban por su mundo de una manera que
parecía sacada de un libro de texto. Se movían de forma fluida y económica.
Daban pasos cortos y pisaban de forma ligera con la parte delantera de sus
pies. No malgastaban energías con movimientos laterales y la postura de sus
hombros era relajada.
Los tarahumara fueron inmortalizados en el libro de McDougall,
Born to Run, en el que los llegaba a calificar de superatlétas. Yo diría mejor
que son super eficientes. Sus cuerpos están en perfecta sintonía con el
ambiente que les rodea. Saben cosas que nosotros hemos olvidado, a pesar de
nuestros cronómetros, alimentos energéticos y zapatillas de última tecnología.
El pasar una semana con los indios de las barrancas del
Cobre me ayudó a cristalizar ideas que llevaban en mi cabeza desde la primera
semana en el campamento de esquí del equipo Birkie, cuando era sólo un
adolescente. Después de mi carrera contra los tarahumara, Born to Run se
convirtió en una frase hecha, casi un credo, para cientos de miles de personas.
Los humanos estamos hechos para correr velozmente sobre la tierra. Sabemos cómo
correr. En teoría, bastaría con retroceder a ese estado de felicidad instintiva
para recuperar la forma sencilla de correr, sin dolor, cansancio ni lesiones.
Quitarnos nuestras modernas zapatillas sería el primer paso para regresar a ese
paraíso perdido.
Sin embargo, no era el correr descalzos lo que hacía de los
tarahumara unos grandes corredores. De hecho, calzan guaraches. La técnica es
mucho más importante. Correr descalzos ayuda a desarrollar esa
técnica, pero es solamente el medio para conseguirlo, no el fin. Si te gusta
correr sin zapatillas, genial. Si prefieres llevar algo en los pies, perfecto
también. Soy consciente de que la vida moderna conlleva muchos malos hábitos,
con imprevistas y desastrosas consecuencias. Y no sólo en lo que al correr se
refiere, por ejemplo en la dependencia
exagerada de zapatillas acolchadas o en la idea de que correr es algo
sólo para unos pocos elegidos.
En la alimentación pasa lo mismo. Comida basura, productos
industriales, raciones exageradas que enferman nuestro cuerpo. Por supuesto que
la modernidad nos ha traído la electricidad, la penicilina o la cirugía
cardíaca. En conjunto, nuestra propensión a la pereza, la facilidad de disponer
de alimentos procesados y los avances médicos nos han convertido al mismo
tiempo en individuos longevos pero poco sanos.
En los tarahumara vi a un grupo de personas que corren y
comen de la misma forma que lo hacían nuestros antepasados. Dependen de los
alimentos que cultivaban con su propio esfuerzo. Corren inconscientemente de
forma natural. Comen carne, pero de la forma en la que se comía antiguamente, sólo
en las ocasiones especiales en las que se lo pueden permitir. Para ellos la
carne es un artículo de lujo, no un alimento cotidiano.
Estoy en perfecta forma y puedo correr mucho y muy rápido
porque mi alimentación es vegetariana. Pero no sermoneo a mis amigos
carnívoros, ni les doy la tabarra si comen patatas asadas con mantequilla y
crema agria. Todo el que se interesé de verdad en lo que come y en cómo le
afecta a su cuerpo terminará por comer vegetales, y su salud mejorará.
Lo del ejercicio es algo más sencillo y complicado a la vez.
Necesitamos movernos, pero ¿es mejor hacerlo a nuestro aire o necesitamos la
supervisión de la ciencia? En mi caso, dejo que la ciencia guie mis
entrenamientos, pero disfruto de correr con una alegría animal. No me importa parar
durante unos días si el cuerpo lo pide, aunque afecte a mi plan de ejercicios.
Los corredores de ultras necesitamos toda la ayuda teórica que podamos
conseguir para nuestros entrenamientos, pero no nos podemos permitir ser
demasiado rígidos. Si hay algo de lo que puedo estar seguro en una carrera de
cien millas es que me voy a encontrar en situaciones imprevistas.
Lidiar con lo imprevisto solía ser lo más normal de la vida.
Y lo mismo en lo que respecta al entrenamiento. Corríamos hacia la comida y huíamos
de los depredadores. Nos saciábamos o ayunábamos dependiendo de las estaciones.
Pasábamos mucho tiempo andando y durmiendo.
Hoy permanecemos sentados. Conducimos, navegamos por
internet o vemos la televisión. Y, por supuesto, sufrimos las consecuencias de
todo eso. Según un estudio reciente que apareció en la Revista Americana de
Epidemiología, tras un seguimiento de 123.216 personas a lo largo de catorce
años se observó que el riesgo de fallecimiento se incrementaba en un 17% entre los
hombres que pasan más de seis horas sentados cada día frente a los que lo
hacían durante menos de tres. Para las mujeres, el incremento alcanzaba el 34%.
Y el riesgo era mayor independientemente de si fumaban, tenían sobrepeso o, lo
que me chocaba más, cuánto ejercicio realizaran.
Los humanos no estamos hechos para estar sentados todo el
día. Ni tampoco para realizar los típicos gestos normales de
trabajos especializados. Nuestros cuerpos anhelan poder usar una amplia
variedad de movimientos. Los desequilibrios surgen cuando nos pasamos todo el
día haciendo pequeños gestos repetitivos como teclear, escanear artículos, dar
la vuelta a hamburguesas o trabajar con el ratón de un ordenador.
El objetivo de gran parte del entrenamiento debe, por tanto,
poder compensar todo eso. No es que necesitemos aprender a correr en sí, es que
necesitamos olvidar malos hábitos y corregir los desequilibrios causados por
nuestro estilo de vida moderno.
La carrera de Copper Canyon consistía en unas pocas vueltas
por los secos y polvorientos caminos del fondo del cañón, con 600 metros de
subidas entre huertos de pomelo y papaya, a la sombra de altísimos riscos.
Teníamos que pasar tres veces por en medio del pueblo, delante de la gente que
bebía y se divertía mientras escuchaba los acordes de un grupo de mariachis.
No entraba en mis planes correr con tanta intensidad, ya que
estaba de vacaciones. Mantuve mi ritmo de siete minutos. Estaba en forma, pero esos
tipos habían pasado toda su vida entrenando, aunque ellos no lo hubieran
llamado así. Quería poder combinar mis carreras y mi dieta de una forma tan
uniforme como lo hacían los tarahumara. Pero también deseaba ganar la carrera. Y era consciente de ellos querían lo mismo. Para mí, una
victoria habría sido un gran honor. Para ellos, representaba maíz suficiente
para alimentar un pueblo entero durante un año.
Subí el ritmo y allí, tras una curva del camino, percibí un
punto de color azul brillante. Era Silvino, con su vestimenta tradicional
tarahumara. Iba recortándole distancia. Notaba el aroma dulzón de las flores de
cactus al pasar corriendo entre las espinosas plantas de ocotillo, con sus
llamativas flores rojas. Al adelantarle en el kilómetro 65 le hice un gesto
para que me siguiera. No nos dijimos nada, pero quería que entre los dos
alcanzáramos a Arnulfo. Quería que nos disputáramos la victoria los tres juntos
en la línea de meta. Pero Silvino estaba machacado.
Conseguí ver a Arnulfo en la última curva, y parecía
agotado. Al miramos, pude percibir en sus ojos el cansancio y la
deshidratación. Ya conocía esa mirada. Pero vi también algo más. Vi al luchador
que llevaba dentro. No iba a darse por vencido. Quedaban ocho kilómetros y tan
sólo me sacaba siete u ocho minutos, por lo que pensé que podía pillarle. Surgió
entonces mi instinto más competitivo y animal. Pero esta vez no iba a ser
suficiente con eso. Arnulfo también tenía ese instinto.
Me ganó por seis minutos. Menos de una milla.
No le abracé ni nada de eso. Le dije en inglés (del que no
entendía ni una palabra) que estaba impresionado y que había sido el mejor. En
español dije “muy fuerte” una y otra vez.
Luego me incline delante de él en señal de respeto.
Muchas personas me preguntaron después si le había dejado
ganar por razones interculturales o por pura amabilidad. Esa gente no es
consciente de lo importante que es para mí competir. Arnulfo me derrotó de
forma justa y rotunda. Pero volví al año siguiente y me cobré la revancha
ganándole por 18 minutos. Doné el maíz y los 750 dólares a los raramuri.