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lunes, 19 de noviembre de 2012

Copper Canyon Ultra Marathon - ¿Otra vez esos tipos? (2ª parte)



La carrera empezó cinco días más tarde a las ocho de la mañana. Nada más darse la salida confirmé lo que había sospechado desde que los indios aparecieron de la nada en el camino del río. Los tipos con los que corrí en los Angeles Crest 100 eran el equipo B de los tarahumara. Tres de ellos salieron disparados desde la línea de salida como si estuvieran corriendo una carrera de cinco kilómetros. Eran veinteañeros y ninguno fumaba. No llevaban agua y, si llevaban comida, la tenían entre los pliegues de sus capas.

Comencé con un ritmo confortable y ligero. Nadie podía mantener el paso que estaban llevando, especialmente con 38 grados a la sombra. Diez kilómetros después, todavía lo mantenían, pero no me preocupaba demasiado. Sabía lo que afecta la larga distancia al cuerpo humano. Mantuve mi ritmo mientras comía mis habituales 200 o 300 calorías cada hora. Llevaba dos botellas de agua. Comía naranjas y plátanos. Incluso probé el pinole en una de los puestos de abastecimiento.

Al pasar los 32 kilómetros, ya había adelantado a una docena de tarahumara, aunque estaba un poco sorprendido de que todavía hubiera unos cuantos delante de mí. Quince kilómetros más tarde, mi sorpresa iba en aumento. Cuando tras más de 50 kilómetros, sediento, cansado y asfixiado por el calor, vi que todavía había dos tarahumara por delante, vestidos con ropa y sandalias, ya no estaba sorprendido, estaba sencillamente alucinado. Y preocupado. El que iba primero era Arnulfo, con su llamativa camisa roja.

Aceleré hasta ir a un ritmo de siete minutos por milla. Ya había adelantado a otros corredores al final de una carrera con este ritmo y había visto sus miradas cuando les sobrepasaba a esa velocidad. Era consciente de que un ritmo así puede acabar con cualquiera. Pero ellos todavía seguían por delante.

Yo era un corredor profesional, que entrenaba durante todo el año. Estaba en el punto álgido de mi carrera deportiva. Esos tipos no habían oído hablar en su vida de “ritmos de carrera” o “series”. Y fue entonces cuando vi claramente cuál era el secreto de los tarahumara. No se preparaban para correr. No corrían para ganar competiciones o medallas. Y no comían para poder correr mejor. Comían, y corrían, para sobrevivir.

Para ir de un lado a otro, usaban sus piernas. Para eso, tenían que estar sanos. El principal secreto de la fuerza, resistencia y velocidad de los tarahumara era que correr y comer eran parte esencial de sus vidas. Y su otro secreto, que me esfuerzo por recordar cada día, era que cuando los tarahumara corrían de un lugar a otro lo hacían inmersos en un mundo más allá del camino, e incluso de los cinco sentidos.

Corren y viven de forma extremadamente eficiente, sin necesidad de analizarlo todo. No rechazan las nuevas tecnologías por moda o razones ideológicas. Si esa tecnología está disponible y les ayuda a llevar una vida más eficiente, la usan sin ningún problema. Se suben a una camioneta para que les lleven. Mejoran sus huaraches (sandalias tradicionales) con las gomas de los neumáticos viejos. Es exactamente eso lo que yo había estado tratando de hacer, juntar la intuición con la tecnología.

Quizás suene un poco presuntuoso por mi parte decir todo esto de los tarahumara. Pero lo cierto es que, cuando estuve con ellos, no pude evitar dejar de sentir la paz y serenidad que ellos experimentaban. Gracias a sus carreras y a su vida sencilla eran capaces de acceder a un estado vital en el que comulgaban con el mundo de una forma pura, como si tuvieran un sexto sentido. Ese era el estado que yo había estado buscado durante tanto tiempo.

Los raramuri se desplazaban por su mundo de una manera que parecía sacada de un libro de texto. Se movían de forma fluida y económica. Daban pasos cortos y pisaban de forma ligera con la parte delantera de sus pies. No malgastaban energías con movimientos laterales y la postura de sus hombros era relajada.

Los tarahumara fueron inmortalizados en el libro de McDougall, Born to Run, en el que los llegaba a calificar de superatlétas. Yo diría mejor que son super eficientes. Sus cuerpos están en perfecta sintonía con el ambiente que les rodea. Saben cosas que nosotros hemos olvidado, a pesar de nuestros cronómetros, alimentos energéticos y zapatillas de última tecnología.

El pasar una semana con los indios de las barrancas del Cobre me ayudó a cristalizar ideas que llevaban en mi cabeza desde la primera semana en el campamento de esquí del equipo Birkie, cuando era sólo un adolescente. Después de mi carrera contra los tarahumara, Born to Run se convirtió en una frase hecha, casi un credo, para cientos de miles de personas. Los humanos estamos hechos para correr velozmente sobre la tierra. Sabemos cómo correr. En teoría, bastaría con retroceder a ese estado de felicidad instintiva para recuperar la forma sencilla de correr, sin dolor, cansancio ni lesiones. Quitarnos nuestras modernas zapatillas sería el primer paso para regresar a ese paraíso perdido.

Sin embargo, no era el correr descalzos lo que hacía de los tarahumara unos grandes corredores. De hecho, calzan guaraches. La técnica es mucho más importante. Correr descalzos ayuda a desarrollar esa técnica, pero es solamente el medio para conseguirlo, no el fin. Si te gusta correr sin zapatillas, genial. Si prefieres llevar algo en los pies, perfecto también. Soy consciente de que la vida moderna conlleva muchos malos hábitos, con imprevistas y desastrosas consecuencias. Y no sólo en lo que al correr se refiere, por ejemplo en la dependencia  exagerada de zapatillas acolchadas o en la idea de que correr es algo sólo para unos pocos elegidos.

En la alimentación pasa lo mismo. Comida basura, productos industriales, raciones exageradas que enferman nuestro cuerpo. Por supuesto que la modernidad nos ha traído la electricidad, la penicilina o la cirugía cardíaca. En conjunto, nuestra propensión a la pereza, la facilidad de disponer de alimentos procesados y los avances médicos nos han convertido al mismo tiempo en individuos longevos pero poco sanos.

En los tarahumara vi a un grupo de personas que corren y comen de la misma forma que lo hacían nuestros antepasados. Dependen de los alimentos que cultivaban con su propio esfuerzo. Corren inconscientemente de forma natural. Comen carne, pero de la forma en la que se comía antiguamente, sólo en las ocasiones especiales en las que se lo pueden permitir. Para ellos la carne es un artículo de lujo, no un alimento cotidiano.

Estoy en perfecta forma y puedo correr mucho y muy rápido porque mi alimentación es vegetariana. Pero no sermoneo a mis amigos carnívoros, ni les doy la tabarra si comen patatas asadas con mantequilla y crema agria. Todo el que se interesé de verdad en lo que come y en cómo le afecta a su cuerpo terminará por comer vegetales, y su salud mejorará.

Lo del ejercicio es algo más sencillo y complicado a la vez. Necesitamos movernos, pero ¿es mejor hacerlo a nuestro aire o necesitamos la supervisión de la ciencia? En mi caso, dejo que la ciencia guie mis entrenamientos, pero disfruto de correr con una alegría animal. No me importa parar durante unos días si el cuerpo lo pide, aunque afecte a mi plan de ejercicios. Los corredores de ultras necesitamos toda la ayuda teórica que podamos conseguir para nuestros entrenamientos, pero no nos podemos permitir ser demasiado rígidos. Si hay algo de lo que puedo estar seguro en una carrera de cien millas es que me voy a encontrar en situaciones imprevistas.

Lidiar con lo imprevisto solía ser lo más normal de la vida. Y lo mismo en lo que respecta al entrenamiento. Corríamos hacia la comida y huíamos de los depredadores. Nos saciábamos o ayunábamos dependiendo de las estaciones. Pasábamos mucho tiempo andando y durmiendo. 

Hoy permanecemos sentados. Conducimos, navegamos por internet o vemos la televisión. Y, por supuesto, sufrimos las consecuencias de todo eso. Según un estudio reciente que apareció en la Revista Americana de Epidemiología, tras un seguimiento de 123.216 personas a lo largo de catorce años se observó que el riesgo de fallecimiento se incrementaba en un 17% entre los hombres que pasan más de seis horas sentados cada día frente a los que lo hacían durante menos de tres. Para las mujeres, el incremento alcanzaba el 34%. Y el riesgo era mayor independientemente de si fumaban, tenían sobrepeso o, lo que me chocaba más, cuánto ejercicio realizaran.

Los humanos no estamos hechos para estar sentados todo el día. Ni tampoco para realizar los típicos gestos normales de trabajos especializados. Nuestros cuerpos anhelan poder usar una amplia variedad de movimientos. Los desequilibrios surgen cuando nos pasamos todo el día haciendo pequeños gestos repetitivos como teclear, escanear artículos, dar la vuelta a hamburguesas o trabajar con el ratón de un ordenador.

El objetivo de gran parte del entrenamiento debe, por tanto, poder compensar todo eso. No es que necesitemos aprender a correr en sí, es que necesitamos olvidar malos hábitos y corregir los desequilibrios causados por nuestro estilo de vida moderno.

La carrera de Copper Canyon consistía en unas pocas vueltas por los secos y polvorientos caminos del fondo del cañón, con 600 metros de subidas entre huertos de pomelo y papaya, a la sombra de altísimos riscos. Teníamos que pasar tres veces por en medio del pueblo, delante de la gente que bebía y se divertía mientras escuchaba los acordes de un grupo de mariachis.

No entraba en mis planes correr con tanta intensidad, ya que estaba de vacaciones. Mantuve mi ritmo de siete minutos. Estaba en forma, pero esos tipos habían pasado toda su vida entrenando, aunque ellos no lo hubieran llamado así. Quería poder combinar mis carreras y mi dieta de una forma tan uniforme como lo hacían los tarahumara. Pero también deseaba ganar la carrera. Y era consciente de ellos querían lo mismo. Para mí, una victoria habría sido un gran honor. Para ellos, representaba maíz suficiente para alimentar un pueblo entero durante un año.

Subí el ritmo y allí, tras una curva del camino, percibí un punto de color azul brillante. Era Silvino, con su vestimenta tradicional tarahumara. Iba recortándole distancia. Notaba el aroma dulzón de las flores de cactus al pasar corriendo entre las espinosas plantas de ocotillo, con sus llamativas flores rojas. Al adelantarle en el kilómetro 65 le hice un gesto para que me siguiera. No nos dijimos nada, pero quería que entre los dos alcanzáramos a Arnulfo. Quería que nos disputáramos la victoria los tres juntos en la línea de meta. Pero Silvino estaba machacado.

Conseguí ver a Arnulfo en la última curva, y parecía agotado. Al miramos, pude percibir en sus ojos el cansancio y la deshidratación. Ya conocía esa mirada. Pero vi también algo más. Vi al luchador que llevaba dentro. No iba a darse por vencido. Quedaban ocho kilómetros y tan sólo me sacaba siete u ocho minutos, por lo que pensé que podía pillarle. Surgió entonces mi instinto más competitivo y animal. Pero esta vez no iba a ser suficiente con eso. Arnulfo también tenía ese instinto.

Me ganó por seis minutos. Menos de una milla.

No le abracé ni nada de eso. Le dije en inglés (del que no entendía ni una palabra) que estaba impresionado y que había sido el mejor. En español dije “muy fuerte” una y otra vez.

Luego me incline delante de él en señal de respeto.

Muchas personas me preguntaron después si le había dejado ganar por razones interculturales o por pura amabilidad. Esa gente no es consciente de lo importante que es para mí competir. Arnulfo me derrotó de forma justa y rotunda. Pero volví al año siguiente y me cobré la revancha ganándole por 18 minutos. Doné el maíz y los 750 dólares a los raramuri.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Copper Canyon Ultra Marathon - ¿Otra vez esos tipos? (1ª parte)


Hoy le toca a Scott Jurek. En su libro Eat and Run, el corredor norteamericano hace un repaso de su vida y de la importancia que ha tenido para él la comida. Con la ayuda de un periodista, Jurek cuenta los momentos más destacados de su carrera, las pruebas que fue ganando o perdiendo, la paulatina adopción de una dieta vegetariana y su transformación en uno de los mejores corredores de todos los tiempos. El capítulo 15 está dedicado a la carrera de las barrancas del Cobre. Esta es la primera parte:


¿Otra vez esos tipos?
COPPER CANYON ULTRAMARATHON, 2006
Cuando corres sobre la tierra y corres con la tierra, puedes correr para siempre.
—PROVERBIO RARAMURI

El e-mail apareció en la pantalla a mediados de 2005. Era de alguien llamado Caballo Blanco. Más tarde descubriría que Caballo se llamaba Micah True y que había sido boxeador, había hecho portes de forma esporádica y era también una especie de gurú del running. Pero cuando me escribió, lo único que sabía era que había estado siguiendo mi carrera y que tenía una propuesta.

Vivía en una cabaña indígena de abobe en el fondo de un profundo y escondido cañón de México. En los alrededores habitaba un grupo de indígenas llamados raramuri (la gente que corre), más conocidos como tarahumara. Él decía que eran los mejores corredores del mundo. Quería que participara en una épica carrera de 50 millas en los cañones: uno de los mejores corredores mundiales (yo) contra los mejores corredores del mundo, por un premio de 500 kilos de maíz y 750 dólares. 

Recordaba esa tribu. Los tarahumara eran esos tipos de mediana edad vestidos con togas que fumaban cigarrillos antes de los Angeles Crest 100 y que no sabían correr cuesta abajo. ¿Los mejores corredores del mundo?

 Me gusta viajar y explorar diferentes culturas, y los tipos de las togas habían despertado mi curiosidad desde entonces. Pero el viaje habría alterado mi calendario. Estaba entrenando para el maratón de Austin, y correr 50 millas justo después no tenía sentido. No hablaba español y no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí. Además, tampoco es que fuera un gran desafío. Ya había ganado a los indios antes.

Caballo me escribió diciendo que los tarahumara que él conocía no tenían nada que ver con los que yo había derrotado en los Angeles Crest 100. Decía también que percibía en mí una pureza de espíritu similar a la de los indios corredores. Decía que los tarahumara estaban luchando para sobrevivir en condiciones difíciles y que la visita de un corredor estadounidense podría ayudarles.

Le contesté diciéndole que me encantaría ayudar a los Tarahumara con sus problemas, pero que no podía hacer nada. Eso fue un error.

Pocos días más tarde, recibí otro e-mail de Caballo.

¿Problema? ¡Los Tarahumara no tienen ningún problema! ¡No necesitan tu ayuda!

Pensé, “guau, este tipo está realmente fuera de onda”, y olvidé todo el asunto. Pero continué recibiendo e-mails suyos, contando cosas sobre el misticismo de los indios corredores y sus perdidas Barrancas del Cobre y sobre las cosas que sólo ellos sabían y el resto del mundo ignoraba.

Si se me presentaba la oportunidad de ir allí, lo haría. Y entonces el universo se confabuló para darme esa oportunidad.

Recibí una invitación de un escritor llamado Chris McDougall. Me decía que estaba trabajando en un libro sobre los indios corredores, y que hablaba español sin problemas. Él también me aseguraba que los tarahumara me iban a proporcionar una buena carrera.

Acepté, pero no porque necesitara otra buena carrera. Ya había tenido muchas. Había corrido la White River 50M, la Miwok 100K, la Way Too Cool 50K, la devastadora Wasatch Front 100, y, en la costa Este, la Mountain Masochist 50M y la Vermont 100. Había estado en el equipo ganador de la Hasegawa Cup en Japón y en la Hong Kong Trailwalker, donde habíamos logrado un nuevo record. Tenía mis prácticas de fisioterapia, mi propio negocio de entrenamientos, estaba corriendo más de 50 horas a la semana (y casi no alcanzaba) y acababa de empezar un campamento para corredores unas semanas antes de la Western States, en el que trataba de compartir mis conocimientos técnicos y de motivación.

En mi campamento servía saludables comidas vegetarianas. Estaba ganándome la vida con algo que adoraba. Estaba enseñando a los demás. ¿Le había dado el correr más a alguien? Mi problema era que quería más. Mi gran problema era que no sabía exactamente qué es lo que me faltaba. Le dije a McDougall que nos encontraríamos en El Paso.

Éramos nueve: McDougall y su entrenador, Eric Orton. Caballo. Yo. Un par de alocados novatos ultrarunners de Virginia, Jenn Shelton y Billy Barnet. Un hombre llamado Ted McDonald, que respondía al apodo de Barefoot Ted porque había empezado a correr sin zapatillas. Mi amigo fotógrafo Luis Escobar y su padre.

Caballo nos contó que la carrera empezaría en el pueblo de Urique. Para llegar allí tendríamos que correr durante 35 millas por una serie de abruptos cañones, a través de territorio controlado por las bandas armadas al servicio de los cultivadores de marihuana, por un invisible sendero que nadie más que el tipo que vivía en la cabaña de adobe conocía. Caballo nos dijo que un grupo de Tarahumara podría unirse a nosotros.

Anduvimos durante tres horas sin ver a ningún raramuri. Caballo, nuestro guía, nos dijo que había oído que un misterioso virus había afectado a un pequeño poblado y que quizás se había extendido. Nos pidió que tuviéramos paciencia. Pero también nos dijo que debíamos afrontar la posibilidad de hacer el resto del camino sin compañía. Atravesamos ríos y subimos picos en medio de cactus, siguiendo senderos para burros tan difuminados que, sin Caballo, no habríamos podido encontrar el camino. 

A las nueve de la mañana llegamos hasta un grupo de pequeñas casas de adobe y madera apiñadas al borde del río. Estábamos en el fondo de la Barranca del Cobre, 1.500 metros por debajo del borde. El sol estaba todavía alto y sudábamos mucho. Caballo propuso que esperáramos, que quizás los tarahumara se unirían a nosotros. Nos previno de que eran increíblemente tímidos, que no debíamos ser demasiado ruidosos ni efusivos. Que no tratáramos de darles la mano. Su saludo consistía nada más que en un ligero toque con las yemas de los dedos. Nos dijo también que quedaría bien que les diéramos regalos. Sugirió coca colas y fantas.

Estaba alucinado. No había viajado por todo el país para ofrecer a un grupo de atletas indígenas botellas de plástico rellenas de líquido dulzón. Ya puestos, ¿por qué no llevarles algunas mantas infestadas de viruela? Pero Caballo insistió.

Nos juntamos a la sombre de la pequeña tienda, buscando un poco de fresco mientras el sol calentaba el fondo del cañón, sujetando las frías botellas de cola. Caballo sugirió que siguiéramos, que tal vez nuestros anfitriones se nos unirían por el camino. Ninguno los vio salir del bosque a la vuelta del sendero. Un minuto antes, estaba vacío, y el siguiente, cinco hombres con faldas y blusas de colores se acercaban por el camino. Habían surgido de la nada como un grupo de ciervos.

Nos tocamos los dedos y, sin decir palabra, empezamos a subir los 1.500 metros hasta lo más alto del cañón, desde el que tendríamos que descender de nuevo. Un rato más tarde, nadie pudo decir exactamente cuándo, seis tarahumara más se habían unido a nosotros. Habían aparecido como el humo entre los árboles.

Uno de ellos me miraba con especial interés. Y yo también le miraba a él. Parecía más fuerte que los otros, y había algo en sus ojos que podía reconocer –orgullo, confianza, puede que algo de cautela. Yo también sentía lo mismo. Tenía el pelo de color negro, un mentón de película de polis y músculos como cuerdas de escalar. Era Arnulfo, el gran campeón tarahumara, el más veloz de “la gente que corre”. McDougall me había hablado de él. Y Caballo le había contado a él que yo también era un gran campeón.

Subimos en grupos de gringos e indios, con Caballo a la cabeza. Pasamos entre cactus y arbustos, al lado de árboles aislados y por zonas áridas en las que sólo crecían pitas. Durante las breves paradas, mientras que nosotros bebíamos un poco de agua, los tarahumara se desplomaban por el suelo, casi como si les hubieran cortado los tendones de las piernas. Al principio me extrañó, pero luego me di cuenta de que estaban descansando, de que esa era la forma más eficiente de conservar la energía. Me fijé en sus pies mientras subíamos y vi que los tarahumara no realizaban movimientos innecesarios. Empezaba  a aprender uno de los secretos de esta antigua tribu. El secreto de la eficiencia.

No llevaban botellas de agua, pero parecían conocer todos los manantiales escondidos en el campo. Cuando estaban cerca de uno, iban rápidamente a beber unos sorbos de agua antes de volver al camino. Cuando les ofrecimos nuestras Coca colas de regalo, las aceptaron sin decir palabra, las engulleron rápidamente y arrojaron las botellas vacías a un lado del camino. No es que no les importara el medio ambiente, es que no comprendían la noción de que algo no fuera biodegradable.

El final de nuestro camino por el cañón terminó en una carretera a unos ocho kilómetros del pueblo. Allí estaba el sheriff con su camioneta. Nosotros nos quedamos parados y mirando, sin querer romper la magia del día subiéndonos a un coche. Los tarahumara montaron inmediatamente. Era lo más eficiente. Los cinco días siguientes aprendimos a conocer a los tarahumara.

Cuando tomábamos nuestros geles y barritas energéticas se reían entre ellos. Luego sacaban de los pliegues de sus capas el pinole, maíz tostado molido y mezclado con agua. Es su Gatorade de maíz. Como comida llevaban tortillas con frijoles. Todo lo que comían era integral y sencillo. Fue durante ese viaje cuando empecé a apreciar la energía que contiene un solo aguacate. Cuando nos sentábamos a comer aprendí también a sentarme al final de la mesa, donde se servía el guacamole. No le aconsejaría a nadie interponerse entre un tarahumara y un tazón de guacamole. Yo no perdía de vista a Arnulfo. Y él me vigilaba.

Había venido hasta aquí porque me fascinaban los tarahumara y tenía unos días libres. Para mí el viaje era una especie de vacaciones de aprendizaje. Pero me estaba empezando a hacer a la idea de que la carrera no iba a ser un paseo sencillo y sólo para divertirnos, especialmente para los tarahumara. Tendría que darlo todo. No hacerlo habría sido una falta de respeto.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Copper Canyon Ultra Marathon - Hecho realidad

En el libro Born to Run, el periodista Christopher McDougall nos cuenta cómo se preparó la primera carrera internacional por las barrancas del Cobre, en México, organizada por Caballo Blanco. En la prueba se enfrentaron un puñado de corredores estadounidenses y los indios tarahumara. Los dos grandes protagonistas fueron Arnulfo Quimare, el mejor de los corredores locales, y Scott Jurek, el gran campeón de ultramaratón.

En su web, Caballo Blanco ya escribió un resumen de la carrera. Y ahora, en su reciente libro Eat and Run, Scott Jurek hace también un repaso del encuentro con los indios tarahumara en uno de los capítulos. Voy a dejar una traducción de la reseña de Caballo y del capítulo de Scott Jurek, para poder apreciar la carrera desde otros puntos de vista. Hoy vamos con Caballo:



Hecho realidad (Caballo Blanco)
Un nuevo y hermoso día en el profundo cañón de la Sierra Madre. Los dos equipos de excelentes corredores llegaron el miércoles, caminando juntos durante casi 30 millas, desde los 1.800 metros de profundidad del cañón de Batopilas, subiendo primero y bajando luego los 1.900 metros del cañón de Urique para llegar hasta la línea de inicio en la pequeña localidad de Urique.

Había ya en Urique tres equipos para participar en la quinta edición de la Copper Canyon Ultra Marathon. Un equipo de cuatro corredores tarahumaras llegó desde Piedras Verdes, uno de los pueblecitos que está en las montañas por encima de Urique. Otro equipo estaba formado por ocho raramuri de la zona Batopilas. Y por último, ocho excelentes corredores de montaña de varias regiones de Estados Unidos, a los que conocíamos como "el equipo animales" (*), incluido el presidende del Club Mas Loco (*), Caballo Blanco.

Todos se han ganado la entrada en el exclusivo Club Mas Loco, por andar desde Batopilas hasta Urique en un día. Durante las trece horas que duró la caminata, los corredores, de ambas culturas, aprendieron a conocerse. Fue un bonito intercambio cultural entre gente amante de las carreras.

A lo largo de los cinco días del programa de competición, todos los corredores y gente de la localidad, espectadores, gallos y perros incluidos, pudieron disfrutar de la belleza, verdad y paz en un intercambio cultural entre corredores y animales. Veinte corredores salieron en la carrera el domingo 5 de marzo de 2006. Todos fueron unos campeones.

Los primeros diez ganaron un premio de 1.500 dólares y más de 5.000 kilos de maíz y frijoles para sus comunidades. Hubo cuatro corredores estadounidense entre los diez primeros que donaron sus premios al resto de tarahumara participantes, en el mejor estilo Korima (**), el principal sponsor de la carrera.

El Venado Fuerte - Scott Jurek hizo una carrera muy inteligente, ya que los tarahumara salieron a un ritmo muy rápido marcado por el gran corredor raramuri Arnulfo Quimare. El fuerte ritmo se cobró su peaje, y Scott pudo pasar a todos los raramuri excepto Arnuldo, que mantuvo su increíble paso y ganó la carrera por seis minutos. Hace un siglo, los tarahumara cazaban ciervos persiguiéndolos hasta que estos caían agotados. Este año, ¡fue el ciervo el que hizo la persecución! Al acabar la carrera, el Venado se inclinó ante Arnulfo en señal de respeto. El respeto es mutuo.

Jenn Shelton - la brujita, ganadora de las 100 millas de Old Dominion, corrió a un ritmo alegre, poderoso y bonito, ganando la carrera femenina y terminando sexta en la clasificación general. Fue una pequeña gran competidora. Urique quiere a La Brujita agradable. (*)

Barefoot Ted - el Mono vino desde California para correr descalzo. Nos enseñó que así es como deberíamos correr todos. ¡Bien hecho Barefoot Ted!

Christopher - el Oso corrió su primera Ultra Marathon y terminó de noche en una increíble demostración de coraje, ¡puro huevos rancheros! (*)

Luis - el Coyote voló cuesta abajo como si estuviera esquiando entre las piedras y captó algunos de los momentos más bellos con su artística mirada.

Eric - Gavilon nieve, se movía de forma tranquila, segura y confiada. Un verdadero raramuri. ¡Gracias Eric!
Billy - Lobo Joven, el preferido de las jovencitas locales, corrió también como un verdadero gringo raramuri.

Y el Viejo Caballo Blanco contribuyó de nuevo, disfrutando de los tramos del camino que se han arreglado recientemente cerca de Los Alisos y del recorrido de ida y vuelta que permitía observar el progreso de la carrera según se iba desarrollando, y participando en la prueba hasta la milla 37, antes de desplazarse hasta la meta para recibir a los corredores. ¡Los campeones terminaron las 47 millas totales un par de minutos antes de que el director de la carrera, Caballo Blanco, llegara a la marca de 37!

Todos los participantes fueron muy respetuosos durante este intercambio cultural entre corredores. El público presente en Urique el 5 de marzo de 2006 fue testigo de que todos y cada uno de nosotros fuimos campeones. Que podamos todos seguir corriendo libres.

 1--Arnulfo Quimare--26--Chepachare 6:41
 2--Scott Jurek--11--Venado Fuerte--Seattle 6:47
 3--Silvino--28--Huisuchi 7:34
 4--Herbalisto--51--Chinivo 7:53
 5--Sebastiano--36--San Jose 8:00
 6--Jenn Shelton--La Brujita Bonita--22--Virginia 8:29
 6--Billy Barnett--Lobo Joven--21--Virginia 8:29
 8--Ignacio Palma--41--Kirare 8:53
 9--Luis Escobar--Coyote--43--California 8:53
10--Leonardo--21--Piedras Verdes 8:55
11--Porfilio--31--San Jose 9:27
12--Eric Orton--Gavilan-39--Wyoming 10:35
13--Ted McDonald--Mono Hablador--41--Cal 10:46
14--Christopher McDougall--Oso--44--Pennsylvania 12:44
37 miler--Micah True [Caballo Blanco]--53 Batopilas/Colorado 6:50

El mensaje: ¡Respetad las reglas!

(*) en español en el original
(**) Kórima es una palabra de la lengua tarahumara que designa una tradición de compromiso social, basada en la ayuda y el apoyo mutuo en situaciones de apuro/crisis