Hay personas que cuando entran en esa fase de su vida en la que el cuerpo va alejándose día a día de los récords que se consiguieron siendo más jóvenes no se lo toman demasiado bien. El deporte nos impulsa al citius, fortius, altius. Nos lo exigen la publicidad, los artículos que leemos en las revistas especializadas, la esencia misma de la competición...
Sin embargo, la decadencia física supone realmente una liberación. Para bien o para mal las metas personales que conseguimos pertenecen ya al pasado. Así que podemos, por fin, disfrutar de lo que hacemos sin tener que comprobar el reloj al final de cada carrera.
Y así descubrimos una forma nueva de ver el mundo cuando corremos. Aprendemos a trotar simplemente por el placer de hacerlo, mientras nos perdemos en medio de bosques, praderas o desiertos. Disfrutando de las pequeñas cosas que tenemos a nuestro alrededor con la curiosidad de un niño. Y no con las prisas de cumplir una rutina escrita en una tabla de ejercicios.
Porque al final, la verdadera libertad es en gran parte eso: poder disfrutar de lo que hacemos sin darle cuentas a nadie. Ni siquiera a nosotros mismos.
Hace poco decía el gran Reinhold Messner que su interés como montañero por Kilian Jornet crecerá cuando deje de cronometrar lo que está haciendo. Nuestro propio interés por lo que hacemos también aumentará cuando dejemos el reloj en casa.
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