Estamos en la época del año en la que los días corren más deprisa. El otoño y la primavera nos traen jornadas en las que la luz se acorta o crece más rápido que nunca. Por eso esta semana he podido correr todos los días al alba.
Media hora cada mañana despidiendo la noche y media hora sintiendo los rayos del sol deslizarse poco a poco por el campo. Un verdadero placer por el que merece la pena estar despierto.
Además, a mitad de semana he podido disfrutar de un espectáculo todavía más perfecto: la Luna llena, grande y redonda, posándose sobre el horizonte hacia el oeste, mientras el Sol asomaba por el este. En estos casos, hay que dejar de correr un momento, llenarnos los ojos con la magia del momento y cerrar la boca que se nos queda abierta como pasmarotes.
Una semana que además sabe un poco a despedida. Porque a partir del próximo lunes otras rutinas vendrán a suplantar las actuales. El comienzo del curso me traerá de nuevo ajustes de horarios y otros paisajes por los que trotar. Y será de nuevo con el Sol ya bien crecido. Al menos hasta que el invierno, rácano de luz, me vuelva a traer el alba.
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