Nunca he sido rápido corriendo. Ni siquiera cuando tenía 20 años. Lo mío ha sido siempre la resistencia más allá del agotamiento. Quizás porque es algo que no tiene que ver con un buen físico y si con una mentalidad cerril. Donde no llegan las atletas, llegan los obstinados y cabezotas.
Pero a pesar de que nunca he experimentado la velocidad precisamente, mi trote cada día es más lamentable. De hecho, hace unas semanas mientras comenzaba la subida a la sierra de Hoyo vi que tenía delante a un paseante. Me llevaba tan sólo unos 200 metros de ventaja, pero no llegué a superarle en ningún momento.
A pesar de su edad, mi compañera canina cada día va más ligera, mientras yo boqueo como un pez fuera del agua, buscando oxígeno desesperadamente. Ya ni siquiera alegro el paso cuando el sendero tira cuesta abajo. Y a pesar de todo, sigo disfrutando de mis salidas por el campo. Es lo que tiene ser, además de cabezota, un poco descerebrado.
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