Y el campo ha recibido el agua con la alegría de un sediento. Porque aunque tampoco es que haya llovido mucho, por lo menos ha caído mansamente. Mojándolo todo. Y dejando el aire cargado de olores ya casi olvidados.
A jara y tomillo, a tierra mojada, a paja húmeda. A campo. Y un poco, ya sí, a otoño. Con mañanas de niebla y cielos cargados de nubarrones. Con una temperatura todavía agradable, pero que anuncia ya que esto se acaba. Por fin.
Porque lo cierto es que yo aprecio más el otoño y la primavera que los infiernos desatados de agosto. Hasta prefiero, puestos a elegir, corretear por el campo con los hielos de enero.
Así que ahora toca disfrutar. De los aromas del campo, de las plantas renacidas y de los animales que vuelven a dejar sus rastros. Como esos jabalíes que han podido hozar otra vez un suelo mullido en busca de bulbos y lombrices.
Como la lluvia ha llegado a mitad de semana, los dos primeros días han sido un poco más de lo mismo. Corriendo por los mismos paisajes con cielos despejados. Agradable, pero un poco monótono. Y eso que, para variar, me fui un día hacia el norte y al otro hacia el sur.
Pero después del miércoles la cosa cambió totalmente. Porque aunque repetí un poco los paisajes (que no los recorridos), la sensación era la de estar en otro planeta.
Con las matas y la hierba pingando, con algunos charcos en los senderos, con la humedad en el ambiente. Incluso con niebla cerrada el jueves, cuando bajé a la presa del Gasco siguiendo caminos anchos para evitar problemas con cazadores.
Pero lo mejor ha sido hoy. Corriendo por senderos inundados de aromas. Con las nubes jugando con la luz y los campos recién lavados. Por encima de un mar de nubes que cubría la plana madrileña. Hay pocas formas mejores de empezar el día. O de terminar una semana.
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