Hacía más de dos meses que no subía una montaña. Ni siquiera una tan pequeña como las de la sierra de Hoyo. Así que esta salida ha sido como reencontrarme con los viejos amigos: las cuestas largas, los tramos empinados, las vistas panorámicas, el tembleque de piernas y los estertores.
Lo cierto es que el recorrido ha sido realmente una agonía. Tanto que he tenido que cortar por lo sano y dejar la carrera en poco más de una hora y media. Y lo malo es que no sé si la debilidad ha sido realmente por haber perdido la costumbre de hacer salidas largas, por la falta de fuerzas, por el calor o por no haber comido decentemente antes de salir.
Aunque, como siempre pasa, ha merecido la pena. Sobre todo después de una ducha y de haber descansado. Mi teoría es que los corredores seguimos disfrutando de esto de trotar no por masoquismo, sino porque somos como los peces tropicales: olvidamos todo al cabo de un rato.
O por lo menos, olvidamos el sufrimiento. Porque las cosas buenas no se nos van de la cabeza. Y luego pasa que cuando contamos nuestras batallitas se nos queda fuera esa cara oculta. Que a estas alturas ya casi no recuerdo cual era.
1h 37 min
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