Los meteorólogos y físicos nos podrían explicar por qué cada estación tiene su propia luz. Cómo la reflexión de los rayos, la posición del sol o la temperatura del aire hacen que los efectos de iluminación varíen de una época a otra. Pero daría igual: la magia seguiría siendo la misma.
Esta semana, la luz ha sido perfecta. Típica de un otoño en el que no ganan ni el frío ni el calor. Con la atmósfera limpia y trasparente. Con humedad en el ambiente, pero todavía poca agua en el campo. Al menos hasta el viernes.
Porque hoy la luz dorada del otoño se ha convertido en una neblina con jirones sueltos en los que era difícil decir lo que era nube y lo que caía ya como lluvia.
El miércoles y el jueves, aproveché los cielos despejados y amaneceres más tempraneros para correr por mis sitios de costumbre. Un día tirando hacia el norte, por senderillos mal trazados entre la maleza. Y el otro por el camino del Pardillo hasta la presa del Gasco.
El viernes me ha tocado trotar a mediodía. Con la flojera que da eso de llevar la caldera vacía y las fuerzas justas. Así que he recortado el recorrido previsto y lo he dejado en un simple paseo tranquilo.
Y lo más curioso ha sido que, a pesar de la lluvia (o a lo mejor gracias a ella), me he topado con gran cantidad de colirrojos. Que, en plan guasón, me esperaban posados en el camino y salían volando veinte metros más allá. Como queriendo jugar al pilla, pilla.
Aparte de eso, lo único que ha destacado ha sido oír en medio del silencio campestre dejado por la llovizna un estruendo repentino hacia la zona del pinar de Aguirre. Al principio creía que era un camión descargando escombros de golpe. Pero cuando al cabo de unos diez minutos he empezado a escuchar varias sirenas me he dado cuenta de lo que había oído: un accidente gordo de coche.
Cuando he bajado luego a Torre al cabo de una hora todavía estaba la policía en esa zona, uno de los quitamiedos totalmente aplastado, restos de carrocería en los lados de la carretera y el asfalto lleno de cristales.
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