A lo largo de nuestra vida como corredores siempre hay un momento en el que alcanzamos la cumbre de nuestra forma física, y a partir de ahí tenemos que asumir que lo bueno forma parte del pasado.
Pero en mi caso, como no llegué nunca a estar de verdad en forma, tampoco tengo a donde mirar cuando vuelvo la cabeza. De hecho es como si siempre hubiera estado viviendo la decadencia, sin haber pasado por la casilla ganadora.
Así que yo, al menos, no he tenido que luchar contra esos fantasmas que dicen que acechan a todos los corredores pasada una determinada edad. Otros han vivido las alegrías de la victoria. Yo he disfrutado de una larga cuesta abajo trotando desde que tengo memoria.
En vez de tocar la cúspide y caer desde lo más alto, lo mío han sido los vaivenes bajitos. Un día me siento mejor y corro un poco más alegre, y al día siguiente me arrastro como si no tuviera pulmones. Con más de lo segundo que de lo primero. Desde siempre.
Así que, una de dos. O todavía me queda para alcanzar ese punto desde el que ya no hay mejora posible. O no estaba prestando atención cuando llegó mi momento álgido como corredor. Porque puede que no corra bien, pero a despistado no me gana nadie.
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