Un salida tranquila por el valle del Peregrinos, subiendo hasta las cascadas del Covacho, rodeando el cerro de la Lechuza, bajando por el Cerrulén y volviendo por el antiguo camino de Galapagar. Una zona que tengo ya muy trotada, pero que sigue escondiendo algunas pequeñas sorpresas.
A pesar de que la pista que lleva hasta las cascadas es uno de los paseos más populares de esta zona, no me he encontrado con nadie. Es lo que tiene salir al alba y con cinco grados bajo cero. Además, la nieve trasportada por el viento durante la noche se acumulaba en las grietas y huellas del camino.
Después de remontar el arroyo de la Herrera, que alimenta las cascadas, y de dar la vuelta al cerro de la Lechuza he seguido el camino del Cerrulén. A lo largo de la cima de esta colina alargada hay un afloramiento de cuarzo; una línea de rocas blancas, duras y rotas que parece soportar el montecillo como si fuera la espina dorsal de un animal gigante y vencido.
Al final del camino, y siguiendo las pistas de una foto aérea, he aprovechado esta salida para descubrir una pequeña cantera abandonada hace muchos años, en la que es todavía posible ver la veta del mineral en las antiguas trincheras.
Aunque son habituales a lo largo de toda la sierra madrileña, lo cierto es que el campo de Hoyo de Manzanares está repleto de los restos de canteras artesanales, abiertas en su día la mayor parte de ellas para conseguir piedra de construcción. Otras, excavadas en lugares más llanos, se abrieron en épocas más recientes para obtener arenas con las que terminar de levantar urbanizaciones.
Los bocados que dejaron se convirtieron con el tiempo en charcas y humedales, como las de las praderas de la Berzosa, los Lanchares y los Camorchos (o Camochos, o Cantos Mochos... ya se sabe que lo nombres populares no tienen ni patente ni registro). A veces la naturaleza convierte en algo hermoso las cicatrices de las heridas que le ocasionamos.
2h 16 min
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