Antiguamente, cuando las pocas luces artificiales que existían eran tan sólo las lámparas de aceite y la velas, las noches se hacían muy largas. Tanto que la gente las dividía en periodos con personalidad marcada, como las mañanas y las tardes pautan nuestros días.
Mis ritmos de vida actuales hacen que las vísperas me pillen ya pensado en la cama; que con el crepúsculo se me caigan los párpados; y que para cuando llega el conticinio, el silencio que le da nombre arrulle mis sueños.
Así, hasta que después del intempesto, cuando hasta el tiempo se para, me levanto a correr estos días en ese momento en el que las aves comienzan a cantarle a la noche. Noche aún, porque en esa hora del gallicinio todavía queda un rato para que se vean las primeras luces por el horizonte.
Es el matutino, que discurre por el filo que existe entre la noche y el día, hasta que por el este aparece el primer resplandor tímido del dilúculo. Es entonces cuando la Aurora coge ya las riendas del día y nos conduce por la senda del alba, hasta que los rayos del sol abrasan los cielos y la sombra de la noche deja paso a las sombras.
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