La mayor parte de la gente que conozco corre por un fin. Hay quien
corre para estar en forma, hay quien lo hace para adelgazar, hay quien lo hace
para preparar otros deportes… Y hay algunos a los que les gusta correr por
correr. Yo soy uno de ellos.
Yo salgo a correr, no a entrenar. Mi placer está en el acto mismo de
trotar por el campo, sintiendo el sol, el viento o la lluvia. Por eso no llevo
música que me impida disfrutar de mi entorno, metiéndome en una burbuja.
Pero no compito. No porque no sea rápido. De hecho, soy muy lento
(aunque creo que la gente que corre en carreras organizadas no lo hace sólo para
ganar). Las razones de que a mí no me guste competir son variadas.
Para empezar, el asfalto. Y no me refiero solamente al pavimento. Para
mí, el mayor placer está en correr por el campo, a ser posible por bosques,
montañas y valles salvajes. No suele ser ese el escenario de la mayor parte de
las carreras.
En segundo lugar, por la soledad. Me gusta ir con un grupo pequeño de
amigos o, mejor, solo. No me gustan las multitudes (y para mi hacen falta muy
pocos para ser multitud).
Luego, la oportunidad. Suelo correr a salto de mata. En sentido literal
y figurado. La familia va primero. Si hay un rato perdido, abro la puerta y
corro. Cuando puedo.
Y encima, el coste. Hay carreras que valen lo que cuestan, bien por su
esmerada organización o por recaudar fondos para diversas causas. Pero son las
menos. Muchas cobran por un servicio inexistente (una camiseta y un refresco no
son servicio).
Aunque la razón más importante de todas es que para mí correr no es
competir. Son dos cosas totalmente diferentes, no incompatibles, que la gente
suele meter en un mismo saco. Por esto en el blog no hablo de calendarios, ni
de resultados. Hablo sólo del placer, de la experiencia, del cansancio, de la
frustración o de la belleza de correr. Sencillamente eso.
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