Vivimos tiempos en los que cuesta disfrutar de las cosas sencillas. Dar un paseo, leer un libro, escuchar una canción, comernos un bocadillo o salir a correr han dejado de ser placeres para convertirse en objetivos. Con sus reglas, sus metas intermedias y su finalidad última. Todo en busca de la maldita excelencia.
En vez de recrearnos mientras caminamos por un parque, nos dedicamos a contar nuestros pasos hasta que lleguen a mil. En vez de saborear una sencilla comida, analizamos las calorías y componentes. Y en lugar de trotar despreocupados por el campo, controlamos cada gota de sudor midiendo nuestra frecuencia cardíaca.
Así que, la verdad, se te quitan las ganas. Porque al eliminar toda la diversión al asunto convierten en un trabajo lo que nos parecía un placer. Y ya sabemos que el trabajo es un castigo divino. Volvamos a dormir, leer, comer, correr y vivir con la mente en paz, dejando la excelencia en el cubo de la basura.
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