Porque todos nos indignamos cada vez que sucede un hecho triste y doloroso (por desgracia, hay muchos ejemplos). Pero seguimos estando ciegos a la hora de ver la injusticia en miles de gestos cotidianos. A veces sencillamente ni reparamos en ellos porque, en el fondo, es lo normal.
Pero que algo sea normal no quiere decir que sea bueno. No son sinónimos. Hasta hace poco era normal fumar en la sala de espera de un hospital, un autobús o un cine. En el siglo XIX, lo normal era que lo niños trabajaran en las minas. Y antes incluso, la esclavitud era lo más normal del mundo.
Deberíamos tener una vacuna contra la normalidad. Porque es una enfermedad que no nos permite pensar ni ver las cosas con claridad. De hecho, lo que viven las mujeres cada día desde que se levantan debería revolvernos las entrañas, por más normal que sea.
Y los que no lo tengamos claro tan sólo tenemos que preguntarles a ellas a qué cosas renuncian, por lo qué tienen que pasar a diario en sus casas, en sus trabajos, y cada vez que salen a la calle a pasear o a correr. Y luego, cuando lo hayamos comprendido, imaginemos nuestra vida así. Día a día, hora tras hora.
Hay un viejo chiste sobre el pernicioso efecto de la normalidad del antisemitismo en la Alemania durante el ascenso de Hitler. Esta sería una versión en plan femenino, para que abramos un poco más los ojos:
- Ya no vuelvo solo a casa por la noche porque cada día atacan más a mujeres y panaderos.Pues eso.
- ¿Y a los panaderos por qué?
Por cierto, y a modo de consejo práctico (uno más después de todos los que se han escrito): para correr, quizás lo más seguro sea hacerlo sólo por el campo. Como mucho nos podremos cruzar con algún jabalí, que saldrá huyendo si nos ve primero. Pero los animales peligrosos de verdad se suelen quedar en el asfalto.
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