Hay días en los que sin saber por qué nos sentimos más ligeros y corremos de una forma especial. Damos saltos de piedra en piedra y hasta llegamos a pillar algo de velocidad (al menos comparada con nuestras carreras habituales). Son momentos extraordinarios, en los que terminamos orgullosos de nosotros mismos, diga lo que diga el reloj.
Puede que sea por lo que hemos comido el día anterior, o por cómo hayamos dormido. Seguramente influya la temperatura y la humedad mientras trotamos. O la alineación de los planetas. Pero, a pesar de todos los muchos años que llevo corriendo por el monte, sigo sin tener ni la menor idea de dónde viene la magia.
Así que lo único que queda es disfrutar sin darle demasiadas vueltas al asunto. Porque volver a vivir esos días raros se convierte en nuestro objetivo como corredores. Y su recuerdo nos ayuda cuando flojeamos lentos y pesados el resto del tiempo.
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