A pesar de haber nacido en la ciudad, o precisamente por ello, lo cierto es que casi siempre he preferido verla desde lejos. No sólo es que me tire más el campo, ya que hay quien disfruta igual de una excursión silvestre que de un paseo por la Gran Vía. Creo que lo mío tiene más que ver con lo poco que me gusta la gente.
Y no por misantropía. Me alegra siempre pasar un rato con personas de una en una (o en grupos reducidos). Lo malo son las masas; y para mí, las masas comienzan a partir de ocho o diez. Así que cuando corro prefiero ver la silueta de la ciudad desde lejos. Incluso disfruto cuando bajo un par de veces al año, en plan turista paleto, a ver los cambios en las calles y plazas en las que nací y pasé buena parte de mi vida.
Una vida que parece ya tan lejana como si me hubiera reencarnado y mi alma lo viera todo lejano, como veo yo ahora a Madrid mientras troto. Pasan los años y las cosas que guardamos en nuestra memoria se convierten en recuerdos un poco ajenos. No son nuestros del todo, aunque nos pertenecen. Es un sentimiento extraño, en el que muchos poetas situaron la patria personal de cada uno. Lugar inalcanzable al que ya nunca volveremos.
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