Este año largo que llevamos burlando la pandemia nos ha traído algunas cosas buenas. Casi todas se derivan de haber tenido prohibidas actividades cotidianas, poco apreciadas por tenerlas siempre a mano. En muchos casos, ni siquiera las aprovechábamos antes, porque ya se sabe que lo mejor siempre nos parece lo lejano (por distancia, por tiempo o por dinero). Una de ellas ha sido el paseo.
Una actividad que ha acompañado el ocio de nuestra cultura durante siglos, pero que llevaba de capa caída desde hace tiempo. Tan sólo los jubilados, a las que se lo había prescrito el médico, se lanzaban cada tarde a patear arriba y abajo los llamados "caminos de la diabetes" (cada pueblo tiene el suyo).
El resto hemos redescubierto esta placentera actividad como medio para admirar el paisaje, aventar la cabeza, encontrarnos con amigos y familiares o, simplemente, disfrutar un poco del campo. Ahora, cuando salgo a correr, me cruzo con muchas más personas tomando el aire. Y los sendero más abierto por el incremento de nuestras pisadas (y ruedas de bici).
Puede que cuando termine esta situación extraña volvamos a nuestras rutinas y abandonemos los caminos. Aunque yo espero que no. Que por lo menos hayamos aprendido a apreciar esta actividad humilde y gratuita, que nos alegra la vista y el alma desde la puerta de nuestras casas.
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