Según pasan los años hay dos cosas que vamos perdiendo los corredores. La primera es la velocidad, incluso los que no la tuvimos nunca. La segunda pasa al principio desapercibida, pero terminan siendo más insidiosa.
Con veinte años vivimos en el exceso continuo. Con treinta nos damos cuenta de que a veces nos pasamos. Con cuarenta empezamos a sufrir cuando lo hacemos. Con cincuenta estamos ya más tiempo recuperándonos que viviendo la vida al límite.
Así que, después de la salida larga del pasado fin de semana, llevo días tratando de convencer a mis piernas y pulmones de que esto de correr es sano. Con poco éxito, todo hay que decirlo.
Estas últimas mañanas, cuando comienzo a correr con el ritmo "brioso" que me caracteriza, las amenazas de huelga general por parte de mi cuerpo me obligan a alcanzar un acuerdo diplomático. Y así termino desplazándome por el monte a un ritmo ligeramente superior al de un jubilado paseando por la playa.
Al final, va a resultar que tanto mi cuerpo como los jubilados son muchos más listos que yo.
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