Llevamos ya muchas semanas en las que no ha soplado nada de viento. Así que entre eso y que las temperaturas no terminan de bajar, sigo trotando al amanecer con camiseta de manga corta. Y no lo digo por parecer muy machote, ya que el conjunto lo complemento con unos guantes finos (siempre se me quedan las manos congeladas cuando corro). Afortunadamente la oscuridad y lo inhóspito de la hora me evitan encuentros con el resto de los mortales.
De hecho, reservo mis mejores galas para los fines de semana: pantalones y camisetas más o menos decentes para no pasar demasiada vergüenza. Y a diario me pongo esas prendas viejas que ya debería haber retirado, pero que sigo utilizando con alevosía y nocturnidad. Ningún juez tendría dudas para condenarme si me viera.
Eso sin entrar a considerar lo que me pongo en los pies. Un par de viejas zapatillas, rotas y desgastadas, a las que he prolongado la vida artificialmente con tornillos en las suelas. Un truco que empecé a usar para protegerme de resbalones en las placas de hielo, pero que he descubierto que mejoran el agarre en todo tipo de terrenos.
Una forma de vestir para correr práctica y frugal, con la que en cualquier caso nunca voy a ganar ninguna carrera, ni a salir en portadas de las revistas del ramo. Ellos se lo pierden (o quizás no).
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