Hay veces en las que los dioses de los corredores nos permiten alcanzar un estado de gracia absoluta. Un pequeño premio gracias al cual podemos vislumbrar las delicias del paraíso. Por lo menos del paraíso para esta secta nuestra de los que disfrutamos trotando.
Hoy he podido llegar a sentir esa especie de Nirvana: correr sin ser conscientes de que estamos corriendo. Como si las piernas se movieran solas. Tan sencillo como respirar. Algo que sucede solo. A un ritmo que podríamos mantener durante horas. O incluso días.
Puede que una parte del secreto para alcanzar ese nivel zen esté en reconocer de salida nuestras propias debilidades. Porque lo malo cuando nos sentimos pletóricos es que nos quemamos demasiado rápido. Pero cuando el cansancio de nuestras piernas nos aconseja tomárnoslo con calma, el cuerpo puede gestionar mejor las reservas.
Y digo el cuerpo y no nosotros, porque no depende de lo que pensemos o queramos. Simplemente es algo que pasa, de vez en cuando. Por eso hay que aprovechar la ocasión y disfrutarla. Sabiendo que al día siguiente no sólo no estaremos igual, sino que seguramente volveremos a empezar de cero. Empujando otra vez la piedra de Sísifo desde abajo del todo.
2h 17 min
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