Este año no ha habido una explosión de color otoñal. Quizás sea porque el frío ha ido llegando a rachas, alternándose con semanas más templadas. Así que cada árbol y arbusto fueron perdiendo las hojas a su ritmo, dependiendo más del sitio concreto en el que cada uno crece que de la especie a la que pertenecen.
Pero aunque no se han puesto todos de acuerdo para darnos el gran espectáculo, el caso es que el color ha estado ahí. Amarillos, naranjas, rojos, morados, ocres, marrones... Pinceladas sueltas por el campo que atraían la mirada al resaltar entre los verdes apagados del fondo vegetal.
En mi jardín las salvias aguantaron con flores hasta primeros de diciembre (en octubre y noviembre fueron el centro de atención de abejas y gordos abejorros). Sin embargo, el color lo pusieron sobre todo el cotoneaster, las lilas y el liquidambar.
Las primeras en subir el tono de rojo fueron las parras vírgenes. Y en el campo los pocos álamos y chopos sacudieron sus hojas amarillas al viento durante semanas . Lo cierto es que el campo de Hoyo, con sus enebros, encinas y jaras, no da para mucho despendole colorido. Pero a veces, por eso mismo, lo que es escaso se aprecia más. Sobre todo ahora que ya sólo quedan el color pardo y el negro.
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