Con este tiempo, sólo se puede correr largo y tendido por la sierra. A ser posible en medio de un bosque, a la sombra de los árboles. Así que nada mejor que aprovechar la mañana del domingo para hacer un recorrido por el valle del río Moros.
Como tenía previsto estar unas cuantas horas, salí muy pronto para aprovechar el fresquito de la mañana. Fresquito relativo, porque a las seis el termómetro seguía estando en casa por encima de los veinte grados. Menos mal que en el valle la temperatura era mucho más llevadera.
Desde la salida me fui cruzando con corzos a lo largo del camino. Sólos o en grupos pequeños. De cerca o ladrando a lo lejos. El caso es que había tantos que parecía el cuento de Blancanieves. Y si a eso le sumamos las ardillas, buitres negros y leonados, un azor, varios picos picapinos y demás avecillas, el caso es que estuve de lo más acompañado.
Al menos por los bichos del monte, porque la gente no apareció hasta muy avanzada la mañana, cuando ya salía del valle. Que por cierto está cerrado a los excursionistas por riesgo de incendio mientras dure el verano. Quizás por eso lo único que vi fueron grupos de ciclistas dando la vuelta por la pista principal.
Con lo que también me crucé fue con muchas hileras de orugas procesionarias en busca de nuevos horizontes. Y con vacas. Aquí te las encuentras en los lugares más inesperados: en lo alto de un roquedo, a orillas de un arroyo cantarín, en lo más profundo del bosque. Y, por supuesto, tumbadas en medio del camino.
Con el calor y las dudas de cómo me iba a encontrar cogí un ritmo muy suave desde el principio. El caso es que quería subir hasta la mina abandobada en la cabecera del valle (en donde me perdí un poco por senderos mal trazados y terminé campo a través). Lo bueno de correr tan lento es que terminas sin problemas. Y además el cuerpo no te pide tanto combustible. De hecho, aguante sólo con agua todo el recorrido.
40,19 km (24,97 millas)
768 m
4h 43 min (8,52 Km/h)
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