martes, 10 de febrero de 2015

Cómo evitar las lesiones

Hace poco, mientras estaba leyendo el libro Tread Lightly, de Peter Larson y Bill Katovsky, volvía a darle vueltas a eso de por qué si, según parece, somos animales que han evolucionado para andar y correr (no muy rápido, pero sí durante mucho tiempo) los que nos dedicamos a esto del trote estamos cada dos por tres lesionados.

La gran cantidad de pamemas que padecemos en cuanto nos ponemos las zapatillas y empezamos a correr no soporta la prueba del algodón de la evolución. Sería como si los gorriones estuvieran todo el rato posados en las ramas con las alas dislocadas. O como si las cabras monteses sufrieran de vértigo.

Así que, o bien no hemos nacido de verdad para correr, o es que estamos haciendo algo mal. Y como lo primero parece que va quedando cada vez más claro, gracias a estudios de anatomía comparada, biología o antropología, parece que, una vez más, estamos metiendo la pata. En todos los sentidos.

Nada nuevo. Para ser la especie animal más inteligente (al menos eso autoproclamamos), cometemos errores constantemente cada vez que hacemos algo. Así que en esto del correr queda claro que, salvo accidentes, la culpa de terminar cojeando es nuestra.

E incluso algunos accidentes dependen también en parte de nosotros mismos. Por ejemplo, muchas veces nos torcemos los tobillos cuando estamos corriendo por zonas fáciles y sencillas. En esos tramos perdemos a menudo la concentración y dejamos vagar nuestros pensamientos. Hasta que una minúscula piedrecilla o un agujerito en el suelo nos hace volver a la cruda y tonta realidad.

Pero los problemas más gordos parece que tienen otros orígenes. Cualquier corredor que lleve unos cuantos años trotando por ahí habrá sufrido, o al menos oído hablar, de la fascitis plantar, la inflamación de la banda iliotibial, la tendinitis o el síndrome de dolor patelofemoral.

¿Cómo llegan todos esos palabros a dejarnos renqueando? Tras darle muchas vueltas a ideas propias y ajenas parece que existen dos razones básicas, dos errores de bulto que cometemos cuando nos ponemos a correr: no descansar lo suficiente y correr "entrenando".


Descanso

Lo primero parece una contradicción, pero no lo es. Se ha hablado mucho de la caza por persistencia como uno de los posibles orígenes de nuestra adaptación evolutiva para correr. Pero si pensamos cómo viven los animales cazadores de las grandes sabanas (o, de hecho, cómo cazan las tribus humanas que todavía practican este tipo de caza), observaremos que están casi todo el día tumbadas a la bartola (o andando sin demasiadas prisas).

Puede que hayamos nacido para correr. Pero no para correr sin parar. Así que la mejor manera de terminar cojeando y tecleando en Google palabras latinas raras para ver qué nos pasa es, precisamente, salir a trotar día sí y día también.

Por eso uno de los factores más importantes del ejercicio en general es el reposo activo (para diferenciarlo del reposo general, el de estar siempre tumbado en el sofá). Así que correr en días alternos, o al menos parar cada tres días, nos va a evitar muchas visitas al médico.

Entrenamientos

Pero quizás lo de "entrenar" sea todavía peor. El problema es que, cuando seguimos una tabla de ejercicios nos metemos en la cabeza lo que debemos de hacer. Caiga quien caiga. Cinco kilómetros a 4.40. Diez vueltas al trote suave. Cuatro series de velocidad y fuerza...

Esos planes de entrenamiento, ese reloj que nos marca la velocidad, esas aplicaciones del móvil que nos dice cada kilómetro si vamos más lentos o rápidos que ayer. Todo eso es lo que realmente nos envenena la cabeza y nos rompe el cuerpo.

Puede que entrenar sea lo mejor para los atletas profesionales. Ellos necesitan ganar unas décimas en la siguiente carrera. Aunque sea a costa de forzar la máquina. Pero no hay que olvidar que el deporte de alta competición es, de hecho, bastante malo para la salud.

Por eso, para el resto de los humanos la actividad física debería ser siempre placentera. O al menos no estar dentro de una ficha de entrenamiento a seguir obligatoriamente, aunque un día no tengamos el cuerpo demasiado bien o aunque nos apetezca hacer otra cosa.

Si salimos a correr sin ideas preconcebidas en la cabeza, convertiremos cada carrera en algo positivo. Si al dar dos zancadas nos notamos más fuertes de lo normal, ese día volaremos. Y si estamos flojos, iremos al trote (como siempre). Lo más importante es que sea el cuerpo, y no un papel, el que nos diga lo que hay que hacer.

Y, para ello, igual de importante es dejar en casa todos esos aparatos que nos miden constantemente (tiempo, velocidad, ritmo cardíaco, colesterol...) Y la música. Porque lo que tenemos que escuchar de verdad es a nuestro cuerpo. Estando pendientes de si notamos una molestia repentina en una rodilla, para corregir la zancada. O de si nos empieza a doler la parte exterior del pie, para bajar el ritmo. Y siempre, siempre, mirando el sitio en el que vamos a plantar la pata. Para no meterla.

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