Hoy le toca a Scott Jurek. En su libro Eat and Run, el
corredor norteamericano hace un repaso de su vida y de la importancia que ha
tenido para él la comida. Con la ayuda de un periodista, Jurek cuenta los
momentos más destacados de su carrera, las pruebas que fue ganando o perdiendo,
la paulatina adopción de una dieta vegetariana y su transformación en uno de
los mejores corredores de todos los tiempos. El capítulo 15 está dedicado a la
carrera de las barrancas del Cobre. Esta es la primera parte:
¿Otra vez esos tipos?
COPPER CANYON ULTRAMARATHON, 2006
Cuando corres sobre la tierra y corres con la tierra, puedes
correr para siempre.
—PROVERBIO RARAMURI
El e-mail apareció en la pantalla a mediados de 2005. Era de
alguien llamado Caballo Blanco. Más tarde descubriría que Caballo se llamaba Micah
True y que había sido boxeador, había hecho portes de forma esporádica y era
también una especie de gurú del running. Pero cuando me escribió, lo único que
sabía era que había estado siguiendo mi carrera y que tenía una propuesta.
Vivía en una cabaña indígena de abobe en el fondo de un
profundo y escondido cañón de México. En los alrededores habitaba un grupo de
indígenas llamados raramuri (la gente que corre), más conocidos como tarahumara.
Él decía que eran los mejores corredores del mundo. Quería que participara en
una épica carrera de 50 millas en los cañones: uno de los mejores corredores
mundiales (yo) contra los mejores corredores del mundo, por un premio de 500
kilos de maíz y 750 dólares.
Recordaba esa tribu. Los tarahumara eran esos tipos de
mediana edad vestidos con togas que fumaban cigarrillos antes de los Angeles
Crest 100 y que no sabían correr cuesta abajo. ¿Los mejores corredores del
mundo?
Me gusta viajar y
explorar diferentes culturas, y los tipos de las togas habían despertado mi
curiosidad desde entonces. Pero el viaje habría alterado mi calendario. Estaba
entrenando para el maratón de Austin, y correr 50 millas justo después no tenía
sentido. No hablaba español y no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí.
Además, tampoco es que fuera un gran desafío. Ya había ganado a los indios
antes.
Caballo me escribió diciendo que los tarahumara que él
conocía no tenían nada que ver con los que yo había derrotado en los Angeles
Crest 100. Decía también que percibía en mí una pureza de espíritu similar a la
de los indios corredores. Decía que los tarahumara estaban luchando para
sobrevivir en condiciones difíciles y que la visita de un corredor estadounidense
podría ayudarles.
Le contesté diciéndole que me encantaría ayudar a los
Tarahumara con sus problemas, pero que no podía hacer nada. Eso fue un error.
Pocos días más tarde, recibí otro e-mail de Caballo.
¿Problema? ¡Los Tarahumara no tienen ningún problema! ¡No
necesitan tu ayuda!
Pensé, “guau, este tipo está realmente fuera de onda”, y
olvidé todo el asunto. Pero continué recibiendo e-mails suyos, contando cosas
sobre el misticismo de los indios corredores y sus perdidas Barrancas del Cobre
y sobre las cosas que sólo ellos sabían y el resto del mundo ignoraba.
Si se me presentaba la oportunidad de ir allí, lo haría. Y
entonces el universo se confabuló para darme esa oportunidad.
Recibí una invitación de un escritor llamado Chris
McDougall. Me decía que estaba trabajando en un libro sobre los indios corredores,
y que hablaba español sin problemas. Él también me aseguraba que los tarahumara
me iban a proporcionar una buena carrera.
Acepté, pero no porque necesitara otra buena carrera. Ya
había tenido muchas. Había corrido la White River 50M, la Miwok 100K, la Way
Too Cool 50K, la devastadora Wasatch Front 100, y, en la costa Este, la
Mountain Masochist 50M y la Vermont 100. Había estado en el equipo ganador de
la Hasegawa Cup en Japón y en la Hong Kong Trailwalker, donde habíamos logrado
un nuevo record. Tenía mis prácticas de fisioterapia, mi propio negocio de
entrenamientos, estaba corriendo más de 50 horas a la semana (y casi no
alcanzaba) y acababa de empezar un campamento para corredores unas semanas
antes de la Western States, en el que trataba de compartir mis conocimientos
técnicos y de motivación.
En mi campamento servía saludables comidas vegetarianas.
Estaba ganándome la vida con algo que adoraba. Estaba enseñando a los demás.
¿Le había dado el correr más a alguien? Mi problema era que quería más. Mi gran
problema era que no sabía exactamente qué es lo que me faltaba. Le dije a McDougall
que nos encontraríamos en El Paso.
Éramos nueve: McDougall y su entrenador, Eric Orton.
Caballo. Yo. Un par de alocados novatos ultrarunners de Virginia, Jenn Shelton y
Billy Barnet. Un hombre llamado Ted McDonald, que respondía al apodo de Barefoot
Ted porque había empezado a correr sin zapatillas. Mi amigo fotógrafo Luis
Escobar y su padre.
Caballo nos contó que la carrera empezaría en el pueblo de
Urique. Para llegar allí tendríamos que correr durante 35 millas por una serie
de abruptos cañones, a través de territorio controlado por las bandas armadas
al servicio de los cultivadores de marihuana, por un invisible sendero que
nadie más que el tipo que vivía en la cabaña de adobe conocía. Caballo nos dijo
que un grupo de Tarahumara podría unirse a nosotros.
Anduvimos durante tres horas sin ver a ningún raramuri.
Caballo, nuestro guía, nos dijo que había oído que un misterioso virus había
afectado a un pequeño poblado y que quizás se había extendido. Nos pidió que
tuviéramos paciencia. Pero también nos dijo que debíamos afrontar la
posibilidad de hacer el resto del camino sin compañía. Atravesamos ríos y subimos
picos en medio de cactus, siguiendo senderos para burros tan difuminados que,
sin Caballo, no habríamos podido encontrar el camino.
A las nueve de la mañana llegamos hasta un grupo de pequeñas
casas de adobe y madera apiñadas al borde del río. Estábamos en el fondo de la
Barranca del Cobre, 1.500 metros por debajo del borde. El sol estaba todavía
alto y sudábamos mucho. Caballo propuso que esperáramos, que quizás los
tarahumara se unirían a nosotros. Nos previno de que eran increíblemente
tímidos, que no debíamos ser demasiado ruidosos ni efusivos. Que no tratáramos
de darles la mano. Su saludo consistía nada más que en un ligero toque con las
yemas de los dedos. Nos dijo también que quedaría bien que les diéramos
regalos. Sugirió coca colas y fantas.
Estaba alucinado. No había viajado por todo el país para
ofrecer a un grupo de atletas indígenas botellas de plástico rellenas de
líquido dulzón. Ya puestos, ¿por qué no llevarles algunas mantas infestadas de
viruela? Pero Caballo insistió.
Nos juntamos a la sombre de la pequeña tienda, buscando un
poco de fresco mientras el sol calentaba el fondo del cañón, sujetando las frías
botellas de cola. Caballo sugirió que siguiéramos, que tal vez nuestros
anfitriones se nos unirían por el camino. Ninguno los vio salir del bosque a la
vuelta del sendero. Un minuto antes, estaba vacío, y el siguiente, cinco
hombres con faldas y blusas de colores se acercaban por el camino. Habían
surgido de la nada como un grupo de ciervos.
Nos tocamos los dedos y, sin decir palabra, empezamos a
subir los 1.500 metros hasta lo más alto del cañón, desde el que tendríamos que
descender de nuevo. Un rato más tarde, nadie pudo decir exactamente cuándo,
seis tarahumara más se habían unido a nosotros. Habían aparecido como el humo
entre los árboles.
Uno de ellos me miraba con especial interés. Y yo también le
miraba a él. Parecía más fuerte que los otros, y había algo en sus ojos que
podía reconocer –orgullo, confianza, puede que algo de cautela. Yo también
sentía lo mismo. Tenía el pelo de color negro, un mentón de película de polis y
músculos como cuerdas de escalar. Era Arnulfo, el gran campeón tarahumara, el
más veloz de “la gente que corre”. McDougall me había hablado de él. Y Caballo
le había contado a él que yo también era un gran campeón.
Subimos en grupos de gringos e indios, con Caballo a la
cabeza. Pasamos entre cactus y arbustos, al lado de árboles aislados y por
zonas áridas en las que sólo crecían pitas. Durante las breves paradas, mientras
que nosotros bebíamos un poco de agua, los tarahumara se desplomaban por el
suelo, casi como si les hubieran cortado los tendones de las piernas. Al
principio me extrañó, pero luego me di cuenta de que estaban descansando, de
que esa era la forma más eficiente de conservar la energía. Me fijé en sus pies
mientras subíamos y vi que los tarahumara no realizaban movimientos
innecesarios. Empezaba a aprender uno de
los secretos de esta antigua tribu. El secreto de la eficiencia.
No llevaban botellas de agua, pero parecían conocer todos
los manantiales escondidos en el campo. Cuando estaban cerca de uno, iban
rápidamente a beber unos sorbos de agua antes de volver al camino. Cuando les
ofrecimos nuestras Coca colas de regalo, las aceptaron sin decir palabra, las
engulleron rápidamente y arrojaron las botellas vacías a un lado del camino. No
es que no les importara el medio ambiente, es que no comprendían la noción de
que algo no fuera biodegradable.
El final de nuestro camino por el cañón terminó en una
carretera a unos ocho kilómetros del pueblo. Allí estaba el sheriff con su
camioneta. Nosotros nos quedamos parados y mirando, sin querer romper la magia
del día subiéndonos a un coche. Los tarahumara montaron inmediatamente. Era lo
más eficiente. Los cinco días siguientes aprendimos a conocer a los tarahumara.
Cuando tomábamos nuestros geles y barritas energéticas se reían
entre ellos. Luego sacaban de los pliegues de sus capas el pinole, maíz tostado
molido y mezclado con agua. Es su Gatorade de maíz. Como comida llevaban
tortillas con frijoles. Todo lo que comían era integral y sencillo. Fue durante
ese viaje cuando empecé a apreciar la energía que contiene un solo aguacate.
Cuando nos sentábamos a comer aprendí también a sentarme al final de la mesa,
donde se servía el guacamole. No le aconsejaría a nadie interponerse entre un
tarahumara y un tazón de guacamole. Yo no perdía de vista a Arnulfo. Y él me vigilaba.
Había venido hasta aquí porque me fascinaban los tarahumara
y tenía unos días libres. Para mí el viaje era una especie de vacaciones de aprendizaje.
Pero me estaba empezando a hacer a la idea de que la carrera no iba a ser un
paseo sencillo y sólo para divertirnos, especialmente para los tarahumara.
Tendría que darlo todo. No hacerlo habría sido una falta de respeto.