Después de pasar unas semanas corriendo por los montes del norte, entre bosques y praderas, volver a la Castilla agosteña ha sido un verdadero golpe. Atrás quedaron los prados verdes cargados de rocío, los cielos con nubes, y los caminos embarrados. Lo que me espera estos días son campos ocres y caminos resecos.
No hay más que pasar los puertos de la cordillera Cantábrica para encontrarse la dureza de un paisaje llano y duro, en el que el sol y el viento, el calor y el frío extremos no ayudan a apreciarlo demasiado. Aunque los poetas castellanos canten sus bondades, lo cierto es que es una tierra en la que es fácil apreciar la belleza. Porque nada resalta más que cuando se convierte en algo raro y excepcional.
En el primer recorrido que he hecho ya de vuelta, he buscado esa belleza fugaz que a veces nos dejan en Castilla las zonas quebradas por las que discurre los arroyos. O discurrían. Porque lo cierto es que no hay ni una gota de agua. El campo está tan seco y polvoriento que sólo podría alegrar la vista de un ermitaño medio ciego.
Pero lo peor ha sido el aire. Mis pulmones se habían acostumbrado este mes a respirar a gusto. Con tanta humedad no me hacía falta ni parar a beber en las fuentes. Y se me había olvidado lo que es correr con la garganta reseca, la lengua de corcho y los pulmones ardiendo.
Así que me espera un final de verano duro y difícil. Habrá que volver a las salidas nocturnas y a las escapadas esporádicas a la sierra. Y, sobre todo, tendré que olvidarme de que existe un lugar en el norte, a orillas del Cantábrico, en el que se disfruta de verdad corriendo por el campo.
14,34 Km (8,91 mi)
352 m
1h 30 min (9,56 Km/h)
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