Después de estar unas semanas corriendo entre prados, bosques, acantilados y playas del norte, se hace un poco duro volver a trotar por los secarrales castellanos. Sobre todo a finales de agosto, cuando el campo está tan desgastado que se confunde con los caminos: todo es polvo, arena y piedras.
Sin embargo, poco a poco he ido recuperando las buenas sensaciones. No tanto en lo de correr, resoplando todo el camino, como en lo de percibir la belleza dura de la meseta. Es cierto que aquí no hay nada humedad, ni vegetación rozagante. Pero las peñas descarnadas, las encinas, enebros y matojos brillan también con una luz especial al atardecer.
Suele suceder que anhelamos más de lo que no tenemos habitualmente. Si estamos en el sur envidiamos los paisajes verdes. Y en el atlántico echamos a veces de menos el buen tiempo. Cuando quizá lo mejor es saber apreciar lo que nos rodea y disfrutar del momento. Carpe diem y demás zarandajas.
Pero es caso es que el campo está realmente agostado. Ya no queda nada de agua y los caminos se han convertido en arenales por los que es difícil correr (excusas para ir lento). Y aunque el calor ha bajado bastante, para recorridos largos sigue haciendo falta llevarse una botella.
Al final, con la luna creciente en cielo, el campo ha ofrecido su mejor cara. Va a haber que correr a esta hora hasta que llegue de verdad el otoño. Esperando que las próximas lluvias revivan un poco el paisaje.
1h 40 min
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