La primera helada de la temporada ha llegado en una mañana fresquita y perfecta para dar un paseo por el monte: sol, cielo despejado y nada de viento. Uno de esos días en los que apetece perderse por un bosque. Así que me he acercado al que tenía más a mano.
Lo bueno de la Jarosa es que al principio del otoño, cuando todavía no hay setas, se puede correr durante un par de horas sin cruzarse con nadie. Disfrutando del silencio. Al menos mientras los arrendajos paran durante un rato de graznarse de un árbol a otro.
Estos pájaros suelen reemplazar a los rabilargos como testigos de nuestras correrías en cuantos cogemos altitud y nos metemos en un bosque de pinos. Aunque son muy ruidosos, lo mejor es cuando encontramos en el suelo alguna plumita de sus alas. De esas azules y negras a rayas, que parecen pequeñas obras de orfebrería.
Además de arrendajos, la soledad del pinar me permitió ver un grupo de corzos, más sorprendidos que asustados por ver a una persona invadir su territorio, y varios picos picapinos observándome desde las ramas altas.
En cuanto al mundo vegetal, además de los árboles y arbustos caducifolios que empiezan a dar un poco de color al otoño, lo más destacado fueron los frutos de gayuba brillando entre las hojas. Una planta que suele tapizar el suelo en la parte alta de los pinares, aguantando muy bien las heladas y la nieve que la cubre durante meses.
El recorrido me llevó hasta lo alto del cerro de la Salamanca. Subiendo por senderillos medio desdibujados entre las matas. Y en el collado de la Cierva o de la Mina, pude aprovechar para echarle un vistazo a la boca de la antigua mina de tungsteno, que todavía no conocía.
Desde allí, tan sólo me quedaba una larga cuesta abajo. Cosa que agradecí porque tenía uno de esos días en los que las piernas aflojan más rápido que otras veces. Y eso que había estado llevando todo el rato un ritmo de trote contenido (es decir, lentorro).
2h 14 min
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