Otra semanita corta. A este paso va a llegar el verano y no me voy a haber enterado. Pero el caso es que, si echo la vista atrás y hago un poco de memoria, he disfrutado de cada carrera y de cada día.
Para empezar de un lunes de esos que hacen historia. Por lo menos en lo que a la luz se refiere. Porque lo bueno que tiene el sol del invierno es que, cuando sale, se pasa medio día (y parte del otro) iluminándolo todo de lado, como si fuera un foco de un teatro y cada uno de nosotros la estrella protagonista.
Eso sí, lo malo es cuando te toca correr en dirección al sol y te vas quedando ciego a cada zancada. Pero yo al menos lo prefiero a esos otros días grisientos en los que la humedad pegajosa y el frío te dejan los huesos helados.
Menos mal que, aunque el sol se ha ausentado el resto de la semana, hemos tenido un tiempo relativamente digno. Y muy típico de la estación. Muchas nubes, poca variación en el termómetro y poca lluvia.
De hecho, toda la que cayó el fin de semana pasado ya se ha escurrido monte abajo. Así que los arroyos siguen realmente secos (húmedos y chorreantes, pero técnicamente secos).
Por lo demás, la semana de trote campestre ha destacado por la cantidad de perdices que he ido levantando en cada recorrido. Por los buitres que también echaron a volar el miércoles cuando me aproximé demasiado a las rocas en las que descansaban.
Y por lo que me ha costado pillar algo de ritmo (que no velocidad) durante las últimas salidas. No falla. Cada vez que me pongo a devorar como si no hubiera un mañana, mis piernas se resienten. Así que va siendo hora de dejar de hacer el gocho. Que todavía no ha llegado la Navidad y ya estoy pillando a Papá Noel.
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