Esta semana he vuelto a trotar de noche por el monte, a la luz de un frontal. Llevaba ya mucho tiempo corriendo casi siempre al alba o al amanecer, dependiendo de cómo me pille la salida del sol en cada época del año. Tan sólo hago a media mañana las salidas un poco más largas del fin de semana. Ahora rara vez corro al atardecer o por la noche.
Por una parte, me gusta empezar la jornada corriendo; mi cuerpo se adapta mejor al ejercicio tempranero. Aunque es una pena terminar corriendo siempre a la misma hora, porque el campo va cambiando casi tanto a lo largo del día como lo hace entre estaciones. Y merece la pena ver cómo se transforma.
A veces no podemos elegir el momento para trotar. Hubo un tiempo en que estuve saliendo siempre de noche cerrada, corriendo con frontal y aguzando los oídos para descubrir la fauna nocturna, ya que con la vista apenas podía advertir los obstáculos del camino. Correr a oscuras te obliga a estar en una burbuja personal, alejado del resto del mundo.
En cualquier caso ahora no me puedo quejar. Porque si tuviera que elegir un momento perfecto para disfrutar corriendo por el campo, lo mejor es que sea a media luz, amaneciendo o despidiendo el día. En esos momentos es cuando la luz realza el paisaje, y cuando los animales silvestres se muestran más activos.
Por suerte, en algunas ocasiones la niebla ayuda a transformar mis recorridos, con esa cualidad que tiene para cambiarlo todo y permitirnos ver las cosas cotidianas con otra cara. Ya sólo falta que este invierno nos traiga por aquí una buena nevada para transportarnos a un universo diferente.
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