Es cierto que en invierno hay menos luz. Nada se puede comparar a esos días de julio y agosto en los que el cielo está blanco quemado, y la tierra refleja el sol en su máximo esplendor. En verano hay que cerrar un poco los ojos (o ponerse gafas) para no terminar cegados por tanto brillo. Es una luminosidad absoluta, exagerada, carente de detalles.
Pero en estos meses, en los que la noche se alarga más que nunca, la luz es tenue y delicada. Contagia el paisaje de una belleza más humana que el sol de estío. Además, el aire limpio y cristalino del invierno permite que el más leve rayo de luz ilumine los objetos como si les diera vida. Destacando su presencia sobre un fondo de sombras.
En esta estación lo normal es que las nubes aporten sus juegos de claroscuros. Los charcos y arroyos multipliquen como espejos el reflejo del cielo. Y la escarcha y la niebla difuminen a veces las cosas, como si fueran cuadros surgidos de la mano de Leonardo.
Puede que, como dicen los poetas, apreciemos más las cosas cuando las perdemos. Pero lo cierto es que, en esta estación sombría, la luz es realmente la verdadera protagonista en el campo. Disfrutemos de ella.
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