Desde pequeño vivo fascinado por los mapas. Siempre me ha gustado mirarlos, estudiarlos, compararlos, dibujarlos... Y una de las facetas que más me suele llamar la atención es la del nombres de las cosas. De dónde surgen los apelativos de montañas, valles, prados, peñas y rincones que pueblan la superficie maravillosa de los mapas?
Los grandes accidentes geográficos suelen hundir sus nombres en los libros de historia. La explicación de su bautismo y la evolución de las palabras que los denominan están trazadas con líneas más o menos claras. Pero según vamos bajando en tamaño, los nombres se van enredando cada vez más. Y sus orígenes están ya perdidos del todo.
En los alrededores de mi casa hay nombres que tienen fácil explicación. En lo alto de peña Bermeja las rocas brillan rojizas al atardecer. La zona de los Lanchares está cubiertas por grandes lajas de piedra. Y aunque la Silla del Diablo no es especialmente satánica al menos tiene forma de asiento. Y de la Tortuga, aunque no aparezca en los mapas, poco más hay que decir para el que la ha visto.
Otras zonas del monte tienen nombre mucho más genéricos: las Barreras, el Carrascal, la Ladera, la Solana, el Robledillo, los Jarales... Pero hay sitios a los que no siempre es fácil saber de dónde les surge su nombre. En Hoyo tenemos por ejemplo uno muy curioso: la cruz del pan. Unas peñas que sirven de mirador al valle de la Berzosa. En este caso podría deberse a su forma aplanada, surcadas por grietas paralelas y perpendiculares, como las cruces que se marcan en las hogazas para que se abran al hacerse en el horno.
Pero en cualquier caso, lo mejor de todo es vivir la creación de nombres de aquellos lugares que todavía están en blanco, para poder entendernos entre familiares y amigos cuando describimos nuestras salidas por el monte: prado alto, la huella del oso, la charca, el merendero... En el fondo, así empezó todo.
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