En esto de correr, no siempre es bueno ir rápido y ligero. Y es que,
después de hacer mi mejor tiempo en el recorrido de las cascadas, en vez de terminar
contento y satisfecho, siento que no ha sido una salida demasiado especial.
Tengo comprobado que corriendo antes de cenar voy mejor que con el
estómago lleno. Pero el otro día me sentía especialmente bien. A pesar de que
la noche era realmente oscura (sin luna, ni nubes espejo), conseguía mantener mi
velocidad en las subidas. Y saltaba de peña en peña cuando tocaban bajar.
De hecho, en uno de esos saltos, perdí pie y terminé con raspones en la
pierna izquierda. Pero en vista de que no dolía mucho, volví a coger ritmo e
hice la subida de la pista hasta las cascadas a buena velocidad. Y luego, en el
camino de regreso aumenté la marcha sin cansarme.
Así que debería estar contento. Pero lo cierto es que no. O, por lo
menos, no demasiado. Una de las cosas que más me gusta de correr es ir
fijándome en el campo, en las plantas, oyendo los pájaros, viendo las nubes, o
las estrellas… Pero cuando voy rápido, pierdo de vista mucho de lo que me
rodea.
Y esa es la sensación que me queda de esta salida. Un poco como cuando
viajamos en coche por autopistas. Vamos más rápido que por carreteras
provinciales, pero pasamos delante de las cosas sin fijarnos. Son viajes
vacíos, en los que lo único que importa es empezar en un sitio y terminar en
otro cuanto antes. Y yo para eso no corro.
13,52 km (8,40 millas)
287 m
1h 18 min (10,40 Km/h)
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