Hay días en las que nuestro cuerpo no responde a las expectativas, por bajas que sean. Y es algo que notamos desde los primeros pasos al trote. Hoy, por ejemplo, he salido a hacer un recorrido por la Jarosa esperando alargar la distancia si las piernas aguantaban, pero a los diez metros ya sabía que no iban a ir bien en ningún momento.
La sensación era que no le llegaba suficiente aire a los pulmones. Y sin oxígeno, las piernas se vuelven de plomo. Así que he decidido correr como los escaladores: concentrándome en cada paso que daba, pero sin perder de vista el objetivo. Y más o menos a la misma velocidad a la que ellos suben paredes verticales de piedra o hielo.
En otro momento me habría dado la vuelta, pero el día era demasiado perfecto para perdérmelo dentro de casa. Así que he mantenido el itinerario previsto, aun sabiendo que la subida a Cabeza Líjar me iba a llevar un buen rato.
Lo bueno ha sido que, una vez que he asumido que no iba a cortar el viento con mi velocidad, he podido recrearme observando los pequeños detalles y los juegos de la luz entre los árboles. A decir verdad, al paso que llevaba, hasta podría haber visto crecer la hierba.
El buen tiempo que estamos teniendo en enero, y que ha marcado un récord por no llover casi nada, ha hecho que la poca nieve que cayó hace tiempo se haya fundido. Tan sólo en la cara norte de la cima he encontrado algunas zonas protegidas con restos de nieve helada.
En la bajada, después de cruzarme con una pareja de corzos, he podido empezar a correr de verdad. Pero el mérito ha sido de la fuerza de la gravedad más que de mis piernas. Aprovechando para disfrutar del campo, he tirado un poco campo a través y he bajado luego por un senderillo que no conocía. El recorrido lo he terminado justo cuando hordas de paseantes empezaban a tomar la Jarosa. Un buen final para una mañana casi perfecta.
2h 35 min
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