En un extremo de la galaxia, hay algunos países y culturas en las que
el juego activo y el ejercicio físico forman parte esencial de la educación. En
el otro extremo, hay amplias zonas del planeta en las que los niños (y sobre
todo las niñas) no pueden jugar porque les han robado sus vidas la pobreza o la
religión.
¿Y en España? Aquí hay fútbol. Ni juego, ni deporte. Sólo fútbol. Antes
por lo menos teníamos futbolines. Hoy ya ni eso.
Un niño que hoy juegue al baloncesto está practicando un deporte
minoritario. Un chaval que le dé al balonmano, al voleibol, al hockey, al rugby
o al waterpolo es un bicho raro. Y una chica que haga deporte es casi una
antisistema.
Porque aquí de lo que se trata es de jugar al fútbol. O mejor todavía,
de verlo. Y de gritar al árbitro y a los jugadores del equipo contrario. O a
los del equipo propio cuando no ganan.
Vivimos en un país en el que dos de nuestros medallistas olímpicos
(raras avis) han acusado abiertamente a sus respectivas federaciones de
inoperancia y chanchullismo. Ellos se han conseguido situar en la élite del
deporte a pesar de, y no gracias a.
Ahora, acabado el espejismo de los juegos de 2020, nos toca regresar a
la realidad. Misma política, menos presupuesto. Y el que quiera hacer deporte,
que vea el fútbol por la tele. A veces creo que corro para escapar de Ellos.
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